sábado, 14 de septiembre de 2013

Puro cuento

Erase una vez, en un reino muy lejano, un príncipe. Hijo primogénito del rey, el príncipe había sido educado en el arte de la guerra, combate cuerpo a cuerpo, equitación, pintura, soldadura autógena y macramé. Tenía tiempo libre en pila. El asunto era que el príncipe, desde su nacimiento, tenía escrito su destino: encontraría a la princesa indicada, se casaría con ella y se convertirían en los nuevos reyes, tarde o temprano. Fácil, salvo porque según la profecía, la princesa viviría en la otra punta del mapa, lejísimos, en lo más alto de una torre sin ascensor. "Jodido, pero no imposible", se repetía el joven príncipe una y otra vez mientras pasaban los años. Hasta que llegó el momento.

Montado en su bravo corcel, el príncipe cruzó los campos, ríos y montes que la separaban de su amada. Eran un montón. Luego de varios días de agotadora cabalgata, príncipe y corcel se enfrentaron a la enorme torre; bien cuidada, linda vista, un poco de humedad en la parte de más allá. El héroe bajó de su fiel compañero y, con las piernas aún arqueadas, tocó timbre. Nada. Tocó otra vez. Nada otra vez. Recién al tercer intento, una cabellera despeinada asomó por la ventana.
-¿Quién es? -preguntó la princesa.
-Soy yo, tu príncipe, oh amada princesa. He venido a rescatarte de esta, tu prisión, para convertirte en la próxima reina de... de... ¿de que te ríes, oh princesa?
-Ay disculpá, me tenté -respondió la princesa entre risas-. Subí y explicame acá.
Y abrió la puerta de su torre. "Tan presa no estaba", pensaba el príncipe, mientras subía las escaleras.

Una vez en su apartamento, la princesa lo recibió de pantuflas y con el pelo empapado. Hermosa imagen.
-Ay disculpá -volvió a decir la princesa-. Es que en un rato me pasan a buscar las chicas y todavía estoy dando vueltas. A ver, decime otra vez, ¿a qué venías?
-Oh princesa -dijo el príncipe, que no sabía arrancar las frases de otra manera-. He venido a rescatarla de su... bueno, he venido a buscarla, para cumplir nuestro destino como sucesores de mis padres, los reyes. Pensé que me estarías esperando...
-Pensaste mal, gordo -dijo la princesa, mientras seguía con sus preparativos-. Además viniste justo hoy que tenemos un té, ¿no podías llamar antes?
-Bueno, ahora que lo dice...

El príncipe no entendía nada. No sólo había pasado toda su vida preparándose para rescatar a una princesa que no necesitaba ser rescatada y que no sabía de su existencia, sino que además era bastante boluda. Eso, sin mencionar las pantuflas con forma de oso.

-Princesa, yo... yo sé que puedo estar siendo inoportuno, pero así es como debe ser, así está escrito. Si es tan amable de acompañarme, le explicaré en el camino -propuso el príncipe, despertando nuevas risas en su supuesta amada. Cuando la princesa entendió que el muchacho hablaba en serio, dejó de reír.
-Mirá príncipe, me parece divino que hayas venido hasta acá, en serio. Se nota que sos un chico divino y todo lo que quieras, pero no sé de qué me hablás. ¿Por qué no te dejo mi número y lo hablamos después, más tranquilos? -preguntó, mientras acompañaba al joven a la puerta, echándolo sin ningún disimulo.
-Pero princesa...
-Chau -lo interrumpió ella, cerrando de un portazo.

Y ahí estaba nuestro príncipe, frente a la puerta del apartamento de una princesa que no necesitaba ser rescatada porque no estaba presa, que no le había dejado su número y que, al fin y al cabo, ni siquiera conocía. Profecía o no, ese no era su lugar, o al menos así lo sentía él. Y si él lo sentía así, ¿quiénes eran los demás para decirle dónde debía estar? Con esa idea dándole vueltas en la cabeza, el príncipe emprendió la retirada, pensando hacia dónde seguir de ahí en más. En una de esas podía terminar ese curso de reflexología que había dejado por la mitad, si total, el destino era puro cuento.