sábado, 23 de enero de 2016

Los visitantes

Supusimos que era una nave tripulada cuando escapó de la órbita de Júpiter. El primer tramo de trayectoria dentro del Sistema Solar podría haberse confundido con el de un cometa curiosamente inadvertido por los estrictos controles de la NASA, pero el viraje deliberado en dirección a la Tierra había dejado claro que los movimientos del objeto no eran erráticos. Pocas horas después, la nave podía verse en el cielo de todas las ciudades situadas en la cara iluminada del planeta. Llegaron más rápido de lo que esperábamos.

No ha habido contacto. La nave pasó a formar parte del paisaje cotidiano, apareciendo sobre el horizonte poco después del amanecer y surcando el cielo de lado a lado. Acechando, amenazante, para unos; aguardando, paciente, para otros. Los visitantes guardan una actitud pasiva y distante, aun cuando hemos enviado a nuestros representantes en transbordadores con la intención de tener, si es que es un concepto compartido por la especie extraña, una reunión. Su procedencia no es más clara que sus intenciones; a partir de la trayectoria observada se supone que la nave provendría, en la mejor de las aproximaciones, de algún sitio en la constelación de Virgo, a una distancia desconocida y de un planeta no identificado como habitable. Si respondieran algún intento de comunicación... Pero no, no ha habido respuesta en todas estas semanas y es como si todo el silencio del espacio se hubiera esparcido en la Tierra, a la sombra de esa nave imperturbable que sigue al Sol día a día.

¿Hasta qué punto cambia nuestra posición de únicos habitantes en el Universo conocido si no establecemos contacto con ellos? Ya no estamos solos, claro, pero tampoco conocemos a ninguna otra raza inteligente. Sólo podemos suponer que dentro de ese coloso de metal negro, si es que hay alguien ahí dentro, se encuentra una forma de vida cuya historia no tiene, en principio, ningún punto en común con nosotros, salvo por el nacimiento del Universo mismo. ¿Serán humanoides? No tienen por qué. Necesariamente deben estar sometidos a la mismas leyes físicas que nosotros, deben haber vencido la atracción gravitatoria de su planeta para llegar hasta acá, y de alguna manera logran mantenerse a una distancia constante de nuestra superficie. ¿Cómo llegaron? Es demasiada distancia, demasiado tiempo, sin importar de dónde vengan, pero el Universo es el mismo y la velocidad máxima es una sola, ¿o no? Nos debemos estar perdiendo una parte de la historia, una parte gruesa y rebuscada, que probablemente no entenderíamos aunque la tuviéramos escrita frente a nosotros en estos estúpidos diarios que escupen día a día teorías sobre los visitantes.

La contractura en el cuello me hace bajar la vista después de unos minutos; los últimos días no han sido días particularmente buenos para descansar. Se percibe una apatía generalizada, un desinterés propio de quien sabe que el desenlace de la historia está fuera de su alcance, y vaya si lo está. Todos han tirado la toalla y esperan, sentados en su esquina, el veredicto de un juez que quizás ni siquiera esté presente para tomar la decisión. A mi lado, un niño observa el cielo con los ojos bien abiertos.
“¿Son buenos o malos?”, pregunta. No sé si la pregunta va dirigida a mí, ni tampoco estoy seguro de querer contestarla. ¿Son buenos o malos? ¿De acuerdo a quién? ¿Significará algo para ellos? El niño me mira, pero no puedo preguntarle a él, porque aunque yo tenga preguntas, él busca respuestas. Y yo también.

¿Buenos o malos? Camino con la vista perdida en la multitud preocupada. En principio, son aptos. Si llegaron hasta acá, deben haber superado todos los inconvenientes necesarios. ¿Es la teoría de la evolución una ley universal? Tienen que haber progresado, al menos en materia intelectual. Si están acá, pienso, es porque no se han matado a sí mismos, y eso es mucho más de lo que podemos decir acerca de nosotros. Una civilización con la energía suficiente para viajar hasta la Tierra desde una estrella lejana sólo puede haber sobrevivido al suicidio colectivo de dos maneras: evitando la guerra, o ganándola. ¿Cuánta energía tendrán? Tal vez tengan dominio de toda la energía de su sistema planetario; eso los ubica como una civilización del Tipo II en la Escala de Kardashev, la primera de ese tipo que conocemos. Nosotros no llegamos al Tipo I, dominio total de la energía de nuestro propio planeta. Tenemos las de perder.

¿Doctores o generales? Esa es la pregunta. ¿Qué hay dentro de esa nave? ¿Observadores minuciosos que anotan cada detalle a la distancia, o estrategas que planean la manera más eficiente de borrarnos de un plumazo? Una civilización lo suficientemente inteligente para desarrollar el viaje interestelar debería, también, ser tan inteligente como para sobrevivir al exterminio mediante la paz. ¿Las personas inteligentes no se inclinan por la paz, siempre? Deberían saber lo nefasta que es la guerra, más a semejante escala. La única manera de lograr un desarrollo tecnológico capaz que de transportar a un grupo de personas de una galaxia a otra debe ser el acuerdo planetario a favor de la ciencia, sin perder el tiempo (y los fondos) en una carrera armamentista interna. Al fin y al cabo, ¿para qué querrían armas? En una sociedad pacífica, la guerra sería evitada a toda costa, mientras que en una civilización beligerante cuyos adversarios hubieran sido masacrados, sería innecesaria. Todo el esfuerzo de un planeta estaría dedicado a perseguir el bienestar y el desarrollo cultural e intelectual.
¿Dónde está el niño? Tengo la respuesta a su pregunta. Una raza tan avanzada, tan inteligente y tan superior a la mediocridad humana, no puede tener intenciones hostiles. Le resultarían estúpidas, como a las mentes sensatas de nuestro planeta le resulta estúpido que las personas se maten por un pedazo de tierra o algunos párrafos de un libro. Un idiota no puede manejar una nave a través del espacio, en una hazaña propia de nuestra ciencia ficción, con la única intención de matar a un grupo de simios que dejaron de arrastrar los nudillos hace unos pocos millones de años y no han logrado pasar de su propio satélite en cincuenta años de carrera espacial.

Debo encontrar a ese niño. Necesito decirle que esa amenaza que tiene sin dormir a siete mil millones de personas desde hace más de un mes es sólo un grupo de estudio, observadores que deben tomar notas y plantear teorías, como quien observa un camino de hormigas o una placa de Petri al microscopio. Veo al niño cruzando la calle en su bicicleta; su mirada me dice que aún no tiene la respuesta, esa que tengo yo. Camino hacia él con una sonrisa, y creo que él sabe que yo sé que vamos a estar bien, porque al fin y al cabo qué tan grave es ser observados por un montón de extraterrestres con sus túnicas espaciales.

Estoy a siete, seis pasos. Cinco tal vez, cuando comienzo a hablar, pero el niño no escucha. El estruendo es ensordecedor y el cielo, con la nave imperturbable, se enciende en llamas azules y violetas y el suelo, área de estudio o campo de guerra, se separa en millones de pedazos y ya no es más, nunca más.


Doctores o generales, en ese momento, lo mismo da.