lunes, 7 de marzo de 2016

El salón y el tiempo

La facultad era un edificio antiguo, de esos que habían sido construidos con otro fin y se habían ido adaptando con el correr de los años al ir y venir de los estudiantes. Situado en el centro de la ciudad, conservaba como los demás la esencia de un siglo anterior en los techos altos, puertas anchas y extensos corredores. A pesar de ello, la presencia que aquella construcción imponía en la ciudad durante la primera mitad del siglo ahora se veía disminuida por el deterioro de la fachada, las manchas de humedad en las paredes y el tono opaco que había ido adquiriendo el mármol. Las escaleras anchas y de escalones amplios que habían visto circular a miles de jóvenes, hoy estaban cubiertas por una fina capa de polvo que de vez en cuando se arremolinaba por el pasaje de algún que otro estudiante.

Esteban atravesó la puerta principal tan rápido como pudo y subió las escaleras, aferrado al pasamano y respirando entrecortadamente. Estaba llegando tarde al primer día del curso y eso le molestaba, pero más le molestaba no recordar exactamente en qué salón se dictaba, aunque sí sabía que era en el segundo piso. Llegó, por fin, al corredor iluminado únicamente por la tenue luz natural que llegaba al pasillo, resaltando la nube de polvo que se levantaba cerca de las puertas de madera. Los salones se situaban a ambos lados del corredor, aquellos con numeración par a la derecha, los impares a la izquierda, cinco de cada lado. Esteban creyó recordar que el salón donde se dictaba la clase se ubicaba en el lado izquierdo, así que corrió hasta el primero en el que vio gente y, casi en un único movimiento, abrió la puerta, entró, pidió disculpas y se sentó. Detrás de él, la puerta se cerró.

Nadie prestó atención a su entrada. Al frente de la clase, delante del pizarrón con garabatos ilegibles y manchas de tiza, el profesor daba un discurso en voz baja y tono constante. Esteban lo observó con atención; era un hombre muy anciano, con unos pocos mechones de pelo fino y blanco a la altura de las sienes y el rostro muy ajado, casi tan blanco como el pelo. Permanecía parado frente a la clase, encorvado y con un libro en las manos; daba la impresión de que una corriente de aire lo suficientemente fuerte podía derribar a aquel viejo y dejarlo convertido en arena y polvo en el suelo. Esteban notó que tenía los ojos vidriosos y no parecía pestañear, y que dentro de su monólogo casi ininteligible repetía ideas sobre el tiempo y el espacio, espaciando las palabras pero sin resaltar ninguna.

Convencido de que esa no era su clase, se levantó con cuidado y fue hasta la puerta por la que había entrado, para descubrir que no podía abrirla. Confundido, volteó para pedir ayuda a los demás estudiantes, a los que aún no había prestado atención, y sintió cómo todos los músculos de su cuerpo se contraían coordinados por el horror.

Repartidos por la clase había unos diez estudiantes, hombres y mujeres de diferentes edades, que compartían la característica de aparentar no estar vivos. Recostados sobre sus asientos, todos tenían la piel pálida como quien no ve el sol durante mucho tiempo, la vista perdida hacia adelante y la postura completamente rígida, con la boca semiabierta. Lo único que probaba que aún no estaban muertos era el suave subir y bajar del pecho al respirar y un lento pestañeo, pero ninguno daba indicios de haberse movido en los últimos meses. Esteban, con las manos sudorosas, intentó forzar la puerta pero fue inútil; se acercó lentamente al profesor, el único ser animado además de él, y le pidió por favor que lo dejara salir de ese lugar horrendo.

No hubo respuesta. Desesperado, Esteban tomó con fuerza el brazo del anciano e imploró que lo liberara. Sin abandonar su discurso, el profesor giró levemente la cabeza y clavó su mirada en los ojos del estudiante; en ese instante, Esteban creyó reconocer en los ojos del anciano la misma desesperación que sentía él. Soltó el brazo del hombre y corrió hacia la puerta, embistiéndola con todas sus fuerzas, sin resultado.

— No va a abrir —dijo una voz cansada. Esteban se volteó rápidamente, con el hombro dolorido por el golpe y una terrible sensación de vacío en el estómago, para buscar a quien le hablaba. En una de las sillas cercanas a las ventanas, el menos muerto de sus compañeros se incorporó lentamente, sin voltearse a verlo.

— ¿Cómo que no abre? —fue lo único que alcanzó a responder Esteban, haciendo fuerza para respirar. De todas las cosas que estaban mal, eran imposibles o no tenían sentido en ese lugar, la puerta cerrada era la única que realmente lo desesperaba.

— No, nunca vuelve a abrir. Nos ha pasado a todos, lo siento mucho.

Los ojos hundidos de aquel ser expresaban una pena que, según le pareció a Esteban, no sólo se extendía a su desgracia, sino a la de todos los presentes en la clase. Con un último vestigio de vitalidad y la torpeza propia de una máquina que no se ha encendido en años, el hombre se levantó de su asiento y se dirigió hacia la ventana, absorto en sus pensamientos algodonados. Era un hombre mucho más joven que el profesor, pero evidenciaba de manera muy clara el paso del tiempo a través de su ropa de otra época y la piel amarillenta como el pergamino. Por un momento, Esteban pensó que al pobre hombre le habían sacado toda el agua del cuerpo, hasta dejar esa cosa seca que ahora contemplaba la oscuridad infinita a través de la ventana.

Por primera vez desde que había entrado al salón, Esteban reparó en la oscuridad que había afuera. Con los dientes apretados y un nudo en la garganta, se acercó a la ventana y quiso creer que sus ojos desorbitados lo engañaban, porque sabía bien que no podían ser más de las diez de la mañana. La expresión de terror en su rostro llamó la atención del hombre en la ventana, que con la sombra de una sonrisa producida por una situación embarazosa, le explicó:

— El primer salto es difícil de asimilar, pero uno se termina familiarizando. A la larga, a todos nos lleva más o menos el mismo tiempo, creo. Si es que el tiempo vale algo aquí adentro, claro.

El hombre se mostraba más animado, como si la llegada de un nuevo compañero lo hubiera despertado de su letargo. Se acomodó el pelo con la mano y continuó, con la vista perdida y acariciándose la barbilla, como si buscara reconocerse:

— Me presentaría, pero no recuerdo mi nombre. En todo caso, debe saber que soy el último que ha ingresado a este recinto antes que usted. Tal vez por eso aún soy capaz de hablarle, el resto se ha perdido en sus ideas. Verá, el paso del tiempo es un veneno para la mente y el cuerpo, pero más toxica aún es su detención. Con el tiempo, si me disculpa la ironía, usted comprenderá.

No, Esteban no comprendía nada de lo que el hombre sin nombre decía, pero al mismo tiempo le parecía todo terriblemente real. Era real el zumbido en sus oídos, el corazón que intentaba a cada latido escapar de su pecho y la sequedad de su boca. Sin lugar a dudas, él, el salón y el hombre que de a poco revivía eran reales. Con un hilo de voz quebrada y haciendo el mayor esfuerzo posible por entender, preguntó:

— ¿Dónde estoy?

— No lo sé —respondió el hombre—. He intentado descifrarlo desde que quedé encerrado en este purgatorio, pero la única información que se puede recibir aquí dentro es la que se ve por estas ventanas.

Esteban miró al profesor, parado frente a la clase, dando su monólogo interminable.

— Ese viejo no dice nada útil—se quejó el hombre mientras se refregaba los ojos—. En cambio, por aquí he visto... lugares. Lugares y momentos, indistinguibles en su mayoría. Oh, vamos, guarde un poco de ese asombro, hágalo durar, por su bien.

El joven estudiante contuvo la respiración. Ya no prestaba atención a su compañero, pues fuera del salón, en lugar del paisaje habitual, se encontraba una inmensa y brillante galaxia espiral. Dentro, el ambiente aún era iluminado por la fría luz artificial de los tubos colocados en el techo.

— ¿Dónde estamos? —volvió a preguntar Esteban.

— ¿Cómo saberlo? —contestó el hombre—. Puede ser cualquiera, hay muchas similares.

Esteban no lo había notado, pero dentro de los puños cerrados, tenía las uñas clavadas en la palma de la mano. La luz helada de la galaxia le cubría todo el rostro. Cuando abrió la boca para volver a hablar, sintió la mandíbula acalambrada.

— Esto no puede ser real, deberíamos estar todos muertos, asfixiados, despedazados.

—Oh, lo es, créame. Esto es real, usted y yo estamos aquí, en este momento. Pero ya no estamos vivos, no señor, ni tampoco muertos. Disculpe si sueno críptico, pero lo que le estoy diciendo es todo lo que sé.

Esteban no se detuvo ni un segundo a intentar procesar aquella respuesta. Quería seguir preguntando, hasta conseguir una respuesta que le resultara familiar y lo regresara a una vía de pensamiento más habitual.

— ¿Cómo llegamos hasta acá?

— Verá, amigo, creo que ahí está el truco. Por lo que he podido observar, este recinto, salón si quiere, puede estar en cualquier lugar, en cualquier momento, en cualquier orden. Ningún método de desplazamiento clásico permite eso, ya que para ir de una galaxia a otra, aún a la velocidad más alta posible, demoraríamos varios años. Ni hablar del hecho de viajar en el tiempo a, literalmente, cualquier momento en la vida del Universo. Creo que la única manera de que eso sea posible es que en realidad no nos estemos moviendo, si no que existamos en todo momento, en todo lugar, por fuera de la línea espacio-temporal y que, por lo tanto, el tiempo no transcurra aquí dentro. En otras palabras, sea usted bienvenido a la eternidad.

Esteban soltó una carcajada. Evidentemente, se había caído por la escalera cuando subió corriendo, o quizás finalmente había desarrollado la más profunda locura. Su compañero lo miró con gravedad.

— Yo también me creí loco, lo creí por mucho tiempo —continuó—. Es curioso cómo cambia la percepción que tiene uno de sí mismo y de lo que lo rodea la primera vez que observa... oh, aquí viene. Observe.

Afuera, a una distancia incalculable de la ventana, todas las estrellas, todos los planetas, todo el polvo y las galaxias y la historia, se concentraba en un punto ínfimo, infinitamente brillante. De repente, más rápido de lo que cualquiera podía llegar a percibir, el punto palpitó, se hinchó y estalló en todas direcciones. Esteban, llorando, se dejó caer al suelo. Acababa de contemplar el nacimiento del Universo.

— Había olvidado que se veía tan bien —dijo para sí mismo el hombre sin nombre. Lentamente se acercó a Esteban, que continuaba en el suelo, y lo miró con una mezcla de compasión e impotencia.

— Lo lamento muchísimo —se disculpó—. De verdad lo siento muchísimo. Me gustaría poder explicarle por qué estamos aquí, pero realmente no lo sé. Puedo decirle que es la voluntad de alguien que ha decidido ponernos a prueba y en algún momento nos liberará, o que simplemente han decidido castigarnos, o incluso disfrutar observando nuestro sufrimiento eterno, pero nada de lo que diga estará fundamentado. Ahora, si me disculpa, necesito un tiempo para meditar.

El hombre se dirigió torpemente a su asiento y en unos pocos minutos recuperó su posición inicial, rígida y con la vista hacia el pizarrón. Esteban comprendió que luego de la desesperación, la negación y las dudas sobre la cordura propia, aquella era la etapa final. Se levantó sin ganas, y a pesar de no sentir cansancio, caminó arrastrando los pies hasta una silla en el centro de la clase. Se dejó caer, con la cabeza entre las manos, y se rindió.


De pronto, el sonido de las bisagras opacó el murmullo interminable del profesor. Una joven de pelo enmarañado, con las manos cargadas de libros, entró con prisa y se sentó en el asiento más cercano a la puerta. Esteban levantó la vista y quiso gritar, pero había olvidado cómo hacerlo; la joven se fijó en él, sorprendida, y por un instante cruzaron miradas, hasta que el sonido de la puerta al cerrarse la distrajo.