martes, 21 de agosto de 2018

La Intervención


Un hombre de traje, con la camisa desabrochada y el cuello manchado por el sudor, se sentó frente a una vieja computadora. Movió el mouse que alguna vez había sido blanco para quitar de la pantalla el protector con la letra T negra y celeste y dejó perder su mirada en el monitor de rayos catódicos. Sintió sus ojos secos y los presionó con los dedos, masajeándose los párpados en círculos concéntricos hasta llegar a unas ojeras que denotaban varias noches sin dormir. El interventor abrió una versión pirata de Microsoft Word 98 y se dispuso a escribir el informe semanal.

“Lunes 13 de noviembre de 2018. Montevideo, Uruguay.”

El cursor parpadeaba en la pantalla mientras el hombre elegía sus palabras. Dio un sorbo a un café hirviente y se quemó la lengua; era la única manera de soportar el sabor corrosivo. El olor a café y a sudor propio aclaró su mente.

“Lunes 13 de noviembre de 2018. Montevideo, Uruguay.

Hoy perdimos a dos de los nuestros, dos de los mejores. Fueron enviados a cubrir un partido local entre equipos de un mismo barrio, engañados bajo la promesa de un duelo con historia. El nombre del estadio así lo auguraba: Parque Maracaná. No llegaron al segundo tiempo; se arrancaron los ojos uno al otro. Nadie en las tribunas los asistió, de hecho, no había nadie más en las tribunas.
En estos momentos soy el único en esta sede. Pido refuerzos para poder culminar la operación. No creo poder soportar mucho más.”.

Terminó su café y se dispuso a enviar el correo. La conexión intermitente no permitía una comunicación más fluida, por lo que el hombre buscó algo que lo distrajera mientras se enviaba el informe. Sobre el escritorio encontró un CD rotulado como “Mejores momentos del fútbol uruguayo” y lo introdujo en la lectora, esperando rememorar las grandes gestas de equipos uruguayos campeones de América y el mundo. En la primera secuencia, un director técnico explicaba que la pelota estaba hecha de cuero, que el cuero salía de la vaca y que por lo tanto había que darle pasto. El funcionario de la FIFA esbozó una sonrisa y pensó que aquella era una introducción muy peculiar, pero antes de que pudiera continuar su pensamiento, la escena cambió. En el nuevo escenario, un defensa del histórico Club Nacional de Football despejaba violentamente una pelota que se perdía en la bahía del Río de la Plata junto a otros dos balones. Un jugador del equipo contrario increpaba al tricolor, que abría los brazos y gesticulaba. El hombre de traje se rió, supuso que aquella era una broma del editor del video que pretendía agarrar desprevenidos a los espectadores. En la siguiente escena, un grupo de personas saltaba sobre colchones en un terreno de juego anegado mientras el relator se cuestionaba si el partido se jugaría o no. La risa se hizo carcajada mientras las lágrimas brotaban de los ojos del interventor. Cuarta escena, le entregaban la copa de campeón a un equipo, que comenzaba la tradicional vuelta olímpica. A mitad de camino, un hombre introducía una vaca en el festejo y esta desfilaba detrás de la copa. El funcionario de la FIFA se echó a reír con la cabeza hacia atrás y los ojos en blanco. La risa, cada vez más grotesca, se transformó rápidamente en una mueca de dolor y el hombre cayó al suelo con un estrépito que nadie escuchó.

Mientras tanto en la pantalla, un dinosaurio negro chocaba contra un cactus pixelado.

martes, 8 de mayo de 2018

Justo a tiempo


Fernando Pinzón programó la cafetera para la mañana siguiente al igual que todas las noches, se cepilló los dientes y se sirvió un vaso de agua para dejarlo en la mesa de luz al costado de la cama. Apagó primero la luz de la cocina, luego la del pasillo y por último la del dormitorio. A la luz de la veladora se veía, delicadamente doblada sobre una silla, la ropa que usaría en la siguiente jornada. Fernando tendría finalmente la entrevista de trabajo que había esperado durante varios meses y en la que, a su edad, no podía fallar. Ya entre las sábanas programó una única alarma, infalible, con la que se despertaría a la mañana siguiente. Tomó medio vaso de agua y se durmió sin mayor esfuerzo. Esa noche, quizás a modo de adelanto, Fernando soñó con luces y formas extrañas que olvidó en cuanto se despertó.

“Analía Montero, 27 años.
Sin observaciones.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.

Juan Carlos Rodríguez, 67 años.
Padre de dos.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.

Nicolás Varela, 16 años.
Sin observaciones.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.

Luciana Varela, 19 años.
Sin observaciones.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.

Fernando Pinzón, 46 años...”

Lo que seguía a continuación llamó la atención de la Muerte, que leía raudamente el sinfín de párrafos cortos en su agenda, cada uno con un nombre, edad y fecha exacta de muerte, a lo que se sumaba en algunos casos un suceso relevante. Entre ellos figuraban, muy de vez en cuando, obras trascendentales, reconocimientos mundiales y crímenes imperdonables; la mayoría simplemente tenía enumerada su descendencia, a modo de cuenta pendiente que sería saldada algún día. El párrafo de Fernando Pinzón, sin embargo, contaba en escuetas palabras una historia poco habitual entre los miles de muertos diarios.

“Fernando Pinzón, 46 años.
Triunfó en su lucha contra Sayitawek’i, demonio ancestral.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.”

La Muerte no sentía un desprecio particular por los demonios, pero demostraba por ellos un desdén arrogante debido a que no estaban a su alcance, al menos hasta que todo lo que existía lo estuviera, en el fin de los días. El triunfo de un simple mortal sobre un demonio tan viejo como Sayitawek’i, que dotaba a sus poseídos de una exagerada confianza y optimismo en el manejo de los tiempos, lo hacía un muerto digno. Miles de personas luchaban a diario contra diversos demonios ocultos en vicios y manías, pero Fernando había logrado expulsar al suyo a base de engaños, alarmas, cierta madurez y una rígida rutina. Así, tras varios años, un día Sayitawek’i lo dejó y Fernando vivió en paz.

Hasta ese día. La Muerte cerró su agenda y se dirigió hacia la esquina en la que tendría lugar el accidente, haciendo caso omiso a los peatones que se atravesaban en su camino. Algunos se estremecían cuando La Muerte les pasaba demasiado cerca, unos pocos incluso llegaban a sentir un susurro helado que les provocaba escalofríos, pero sólo aquellos que llegaban a su hora marcada podían verla propiamente. Ya en el lugar pautado, La Muerte se dedicó a esperar, pues tenía literalmente todo el tiempo del mundo.

8:33 a.m. Un ómnibus arrancaba después de levantar a un par de pasajeros. En la radio comentaban el partido del día anterior y el chofer recordó que se había perdido el compacto con los goles, pero que ya debía estar subido a la página del equipo. Sacó el celular del bolsillo y los buscó.

8:34 a.m. Un auto bajaba rápidamente por una de las calles transversales. Dentro, dos jóvenes se dirigían a estudiar mientras discutían más por costumbre que por otra cosa. La luz roja en el semáforo de la esquina hizo evidente una falla en los frenos, que resultó fatal. El auto avanzó sin detenerse hacia un ómnibus y el chofer de este, distraído, no logró evitar la colisión. El impacto lo tiró hacia la vereda, donde embistió a una mujer antes de llevarse puesta una columna de alumbrado público. En la muñeca sin pulso del conductor, el reloj indicaba las 8:35.

Unos metros más atrás, sin aliento y con el rostro enrojecido por la carrera, Fernando Pinzón observaba la escena y no podía creer su suerte al haber perdido ese ómnibus. Agradeció en silencio por haberse quedado esos cinco minutos más en la cama, se secó el sudor de la frente y rápidamente le hizo señas a un taxi. Justo antes de que quedara oculto tras la mampara, La Muerte pudo distinguir un chispazo color ámbar en los ojos de aquel hombre, en cuyo rostro se adivinaba la sonrisa burlona de un viejo demonio.