Supusimos que era una nave
tripulada cuando escapó de la órbita de Júpiter. El primer tramo de trayectoria
dentro del Sistema Solar podría haberse confundido con el de un cometa curiosamente
inadvertido por los estrictos controles de la NASA, pero el viraje deliberado
en dirección a la Tierra había dejado claro que los movimientos del objeto no
eran erráticos. Pocas horas después, la nave podía verse en el cielo de todas
las ciudades situadas en la cara iluminada del planeta. Llegaron más rápido de
lo que esperábamos.
No ha habido contacto. La nave pasó
a formar parte del paisaje cotidiano, apareciendo sobre el horizonte poco
después del amanecer y surcando el cielo de lado a lado. Acechando, amenazante,
para unos; aguardando, paciente, para otros. Los visitantes guardan una actitud
pasiva y distante, aun cuando hemos enviado a nuestros representantes en
transbordadores con la intención de tener, si es que es un concepto compartido
por la especie extraña, una reunión. Su procedencia no es más clara que sus
intenciones; a partir de la trayectoria observada se supone que la nave
provendría, en la mejor de las aproximaciones, de algún sitio en la
constelación de Virgo, a una distancia desconocida y de un planeta no
identificado como habitable. Si respondieran algún intento de comunicación...
Pero no, no ha habido respuesta en todas estas semanas y es como si todo el
silencio del espacio se hubiera esparcido en la Tierra, a la sombra de esa nave
imperturbable que sigue al Sol día a día.
¿Hasta qué punto cambia nuestra
posición de únicos habitantes en el Universo conocido si no establecemos
contacto con ellos? Ya no estamos solos, claro, pero tampoco conocemos a
ninguna otra raza inteligente. Sólo podemos suponer que dentro de ese coloso de
metal negro, si es que hay alguien ahí dentro, se encuentra una forma de vida
cuya historia no tiene, en principio, ningún punto en común con nosotros, salvo
por el nacimiento del Universo mismo. ¿Serán humanoides? No tienen por qué.
Necesariamente deben estar sometidos a la mismas leyes físicas que nosotros,
deben haber vencido la atracción gravitatoria de su planeta para llegar hasta
acá, y de alguna manera logran mantenerse a una distancia constante de nuestra
superficie. ¿Cómo llegaron? Es demasiada distancia, demasiado tiempo, sin
importar de dónde vengan, pero el Universo es el mismo y la velocidad máxima es
una sola, ¿o no? Nos debemos estar perdiendo una parte de la historia, una
parte gruesa y rebuscada, que probablemente no entenderíamos aunque la tuviéramos
escrita frente a nosotros en estos estúpidos diarios que escupen día a día
teorías sobre los visitantes.
La contractura en el cuello me
hace bajar la vista después de unos minutos; los últimos días no han sido días
particularmente buenos para descansar. Se percibe una apatía generalizada, un
desinterés propio de quien sabe que el desenlace de la historia está fuera de
su alcance, y vaya si lo está. Todos han tirado la toalla y esperan, sentados
en su esquina, el veredicto de un juez que quizás ni siquiera esté presente
para tomar la decisión. A mi lado, un niño observa el cielo con los ojos bien
abiertos.
“¿Son buenos o malos?”, pregunta.
No sé si la pregunta va dirigida a mí, ni tampoco estoy seguro de querer
contestarla. ¿Son buenos o malos? ¿De acuerdo a quién? ¿Significará algo para
ellos? El niño me mira, pero no puedo preguntarle a él, porque aunque yo tenga
preguntas, él busca respuestas. Y yo también.
¿Buenos o malos? Camino con la
vista perdida en la multitud preocupada. En principio, son aptos. Si llegaron
hasta acá, deben haber superado todos los inconvenientes necesarios. ¿Es la
teoría de la evolución una ley universal? Tienen que haber progresado, al menos
en materia intelectual. Si están acá, pienso, es porque no se han matado a sí
mismos, y eso es mucho más de lo que podemos decir acerca de nosotros. Una
civilización con la energía suficiente para viajar hasta la Tierra desde una
estrella lejana sólo puede haber sobrevivido al suicidio colectivo de dos
maneras: evitando la guerra, o ganándola. ¿Cuánta energía tendrán? Tal vez
tengan dominio de toda la energía de su sistema planetario; eso los ubica como
una civilización del Tipo II en la Escala de Kardashev, la primera de ese tipo
que conocemos. Nosotros no llegamos al Tipo I, dominio total de la energía de
nuestro propio planeta. Tenemos las de perder.
¿Doctores o generales? Esa es la
pregunta. ¿Qué hay dentro de esa nave? ¿Observadores minuciosos que anotan cada
detalle a la distancia, o estrategas que planean la manera más eficiente de
borrarnos de un plumazo? Una civilización lo suficientemente inteligente para
desarrollar el viaje interestelar debería, también, ser tan inteligente como
para sobrevivir al exterminio mediante la paz. ¿Las personas inteligentes no se
inclinan por la paz, siempre? Deberían saber lo nefasta que es la guerra, más a
semejante escala. La única manera de lograr un desarrollo tecnológico capaz que
de transportar a un grupo de personas de una galaxia a otra debe ser el acuerdo
planetario a favor de la ciencia, sin perder el tiempo (y los fondos) en una
carrera armamentista interna. Al fin y al cabo, ¿para qué querrían armas? En
una sociedad pacífica, la guerra sería evitada a toda costa, mientras que en
una civilización beligerante cuyos adversarios hubieran sido masacrados, sería
innecesaria. Todo el esfuerzo de un planeta estaría dedicado a perseguir el
bienestar y el desarrollo cultural e intelectual.
¿Dónde está el niño? Tengo la
respuesta a su pregunta. Una raza tan avanzada, tan inteligente y tan superior
a la mediocridad humana, no puede tener intenciones hostiles. Le resultarían
estúpidas, como a las mentes sensatas de nuestro planeta le resulta estúpido
que las personas se maten por un pedazo de tierra o algunos párrafos de un
libro. Un idiota no puede manejar una nave a través del espacio, en una hazaña
propia de nuestra ciencia ficción, con la única intención de matar a un grupo
de simios que dejaron de arrastrar los nudillos hace unos pocos millones de
años y no han logrado pasar de su propio satélite en cincuenta años de carrera
espacial.
Debo encontrar a ese niño.
Necesito decirle que esa amenaza que tiene sin dormir a siete mil millones de
personas desde hace más de un mes es sólo un grupo de estudio, observadores que
deben tomar notas y plantear teorías, como quien observa un camino de hormigas
o una placa de Petri al microscopio. Veo al niño cruzando la calle en su
bicicleta; su mirada me dice que aún no tiene la respuesta, esa que tengo yo.
Camino hacia él con una sonrisa, y creo que él sabe que yo sé que vamos a estar
bien, porque al fin y al cabo qué tan grave es ser observados por un montón de
extraterrestres con sus túnicas espaciales.
Estoy a siete, seis pasos. Cinco
tal vez, cuando comienzo a hablar, pero el niño no escucha. El estruendo es
ensordecedor y el cielo, con la nave imperturbable, se enciende en llamas
azules y violetas y el suelo, área de estudio o campo de guerra, se separa en
millones de pedazos y ya no es más, nunca más.
Doctores o generales, en ese
momento, lo mismo da.
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