miércoles, 17 de diciembre de 2014

Primer amor

Todavía no me puedo olvidar del día en el que la perdí, pero no me acuerdo si fue hace una semana o hace mil. No puedo olvidarla, porque aunque sé que no fue la primera, sé bien que fue única. Todas las que ganamos y todas las que perdimos las festejamos y las bancamos juntos, siempre.

No puedo olvidarla, porque nunca antes conocí una tan perfecta, tan linda, tan suave. Podía llover a cántaros o hacer más calor que nunca, que siempre nos iban a encontrar juntos en la plaza o en la cuadra esa que tiene poco tránsito y esa vieja que ya se queja cuando nos ve venir juntos. O se quejaba.

Es verdad, nos peleamos algunas veces, pila de veces, pero la culpa no era siempre mía, o eso me gusta creer. Qué culpa tenía yo si ella quería pasar más rato con el gil de enfrente, que la podía tratar mejor pero nunca concretaba nada y se creía el dueño. O si cada vez que volvía a mí, no sabía qué hacer y la perdía de nuevo. Yo la quería igual, porque sabía que al final de todo, al caer el sol, volvía a casa conmigo.

Hasta que no volvió más.

Yo lo vi al que manejaba, le vi la cara. Lo vi que la miró con odio, con resentimiento, supongo que haría tiempo que no tenía una. Se me escapó a mí, no la alcancé y cruzó, y el chofer que venía manejando la vio y siguió, y yo le dije que no pero no paró y la pisó, así nomás, y mi vieja que justo salía y que me gritaba y yo que miraba la calle y no podía creer lo que pasaba y no quería escuchar a nadie, y mi vieja que decía que a ella no le regalan nada y que vamos para casa y que ya vas a ver cuando lleguemos.

Y yo, a todo esto, me había quedado sin la mejor pelota del mundo.

sábado, 21 de junio de 2014

Azar

El lugar de encuentro fue un viejo bar, con las paredes manchadas de humedad y la vereda con baldosas flojas. Todo aquel que pasaba se preocupaba más por esquivar los charcos escondidos que por la fachada gris de aquel lugar, empapada de fría llovizna de otoño. Todos, salvo aquellos dos hombres que decidieron encontrarse allí, en una esquina cualquiera.

Por dentro, el lugar era más acogedor, si bien el olor a humedad recordaba a sus huéspedes que los últimos años habían sido tan duros para el barrio como para el resto de la ciudad. La que antes era sede ineludible de charlas interminables y discusiones encendidas, hoy albergaba caras largas y voluntades cansadas. Eran, efectivamente, tiempos difíciles.

Los hombres pidieron el único trago que servía la casa, afectada por la escasez de víveres a nivel regional, producto a su vez de la crisis mundial. El mozo dejó sobre la mesa los vasos grasientos con el espeso licor y se retiró, adivinando en el gesto de sus clientes la necesidad de privacidad. No en vano habían elegido el rincón más gris de aquel remoto planeta; no debían levantar sospechas.

-¿Brindamos? –preguntó el primer hombre, levantando el vaso. Daba la impresión de que alguna vez había sido una persona admirable, aunque ahora tenía el rostro marcado por arrugas y la ropa gris y gastada, como si los años hubieran pasado sin que él los notara.

-No me parece el mejor momento –contestó el segundo, con la vista perdida. Llevaba cada detalle de su vestimenta –del blanco más impoluto- cuidadosamente arreglado, como si se hubiera tomado toda la eternidad para preparar su imagen. A pesar de ello, no inspiraba mayor respeto que su compañero de mesa; ambos dejaban en el aire la misma impresión solemne en cada uno de sus movimientos.

-Es una pena que siempre nos veamos en estas circunstancias, ¿no? –preguntó el hombre de gris, mientras el licor le provocaba una mueca de asco.

-No encuentro otro motivo por el que debamos vernos, usted sabe bien qué nos trajo acá.

-Sí, es que… ¿ha pensado cuántas veces hemos hecho esto? Y sin excepción, siempre, nos volvemos a citar en algún rincón oscuro y sucio, para lo que usted ya conoce. Es una lástima.

-Permítame discrepar, pero no siempre han sido tan oscuros. Este, sin ir más lejos, parece tolerable.

-Esto no da para más, y usted lo sabe. ¡No es que quiera criticar su obra, por supuesto! –se apresuró a acotar el hombre gris, al ver el gesto de su colega-. Pero esto ya no se revierte.

-Tiene razón, no se hable más –dijo el hombre blanco, mientras metía la mano en el bolsillo del saco.

-Espere, ¿qué lo apura? Ya sabe que todo termina igual, tarde o temprano. El tiempo es tirano, pero no para usted. Tómese el trago y disfrute la charla, que para algo siempre hay calma antes de la tormenta, ¿no?

-En este mundo, sí.

-Bueno, conversemos entonces. ¿Recuerda aquella vez que nos tuvimos que encontrar? Se perfilaba bien aquel mundo, fue una lástima aquella guerra...

-¿A cuál de todas se refiere?

-A todas, siempre aparece alguna. Uno no puede esperar a encontrar el universo perfecto, que ya se están matando.

-Alguno va a aparecer.

-Sí, ¿pero mientras qué? ¿Cuántos vamos ya?

-He perdido la cuenta, sabrá entender.

-¿Usted pretende que yo crea que el Señor del Orden no tiene un registro de todos y cada uno de los universos que ha creado y han perecido en manos del Señor del Caos? Por favor, saque la lista.

El hombre de blanco se sorprendió al escuchar su nombre, pero entendió que ya no tenía sentido ocultarlo. Además, nadie en el bar parecía tener interés en aquella charla. Buscó dentro de su saco y sacó una lista interminable en la que, con letra clara, se detallaba cada intento de universo perfecto y las causas de su debacle. Visiblemente molesto, entregó el papel al otro hombre, que esbozó una triste sonrisa.

-Veo que lo enorgullece su obra.

-Para nada, es sólo trabajo. A fin de cuentas, alguien debe hacerlo. ¿Los tiene todos registrados?

-Así es. ¿Se los enumero uno por uno?

-No es necesario, yo también llevo la cuenta. Ahora, me había olvidado de éste –dijo el Señor del Caos, señalando una de las anotaciones.

-Intento no recordarlo.

-Lo bien que hace, estimado.

-Lo noto alegre.

-Sabe que no, ya quisiera dejarlo en paz. Mientras, sólo cumplo mi función. ¿Quiere proceder?

-Pensé que no lo iba a pedir nunca.

El Señor del Orden sacó de su bolsillo un par de dados, los únicos elementos que evidenciaban el paso del tiempo entre sus pertenencias. Habían sido blancos alguna vez, pero el uso los había oscurecido.

-Parece que fuera ayer la última vez que hicimos esto –comentó al pasar el Señor del Caos.

-Sabe bien que, para nosotros, siempre parece ayer. A fin de cuentas, ¿qué son unos cuantos millones de años en la eternidad?

-Escúchese, parece que hasta le gustara conversar.

El Señor del Orden sonrió.

-¿Vio? Es más, lo veo confiado. Quizá, después de todo, la suerte exista y hoy sea su día.

-Quizás –respondió el hombre de blanco, soltando los dados sobre la mesa. Sabía que tal suerte no existía, pero nuevamente se sentía esperanzado.

Doble seis. En el principio todo fue oscuridad. Luego, hubo luz.

jueves, 20 de marzo de 2014

El artesano

En una calle montevideana, que en invierno traicionaba con baldosas flojas y en verano se escondía bajo la sombra de paraísos y jacarandás, vivía un viejo artesano que trabajaba con vidrio. Los nuevos clientes lo llamaban "el vidriero" o, en su defecto, "el viejo de mitad de cuadra", pero él insistía en que lo llamaran "Don Carlos". Había aprendido el oficio de su padre, Don Carlos padre, y había trabajado toda su vida en lo mismo, desde que terminó la escuela hasta aquellas tardes frías de mayo, cuando recibió su último trabajo.

Don Carlos tenía una habilidad inigualable para trabajar el vidrio. No eran pocos los que sospechaban que aquel viejo canoso y encorvado dominaba, además de la artesanía, algún tipo de magia que le permitía doblegar a cualquier pieza a su antojo. "El mago del vidrio" le decían; o al menos eso contaba los domingos, después del almuerzo, cuando sus nietos pedían historias de todas las veces que arregló algo casi imposible, justo a tiempo y dejándolo mejor de lo que estuvo antes. Don Carlos, además de un gran artesano, era un mejor contador de historias y aún mejor exagerador de anécdotas.

Sin embargo, esta historia no la contó él. Comenzó como un rumor en el barrio, evolucionó en certeza y se convirtió en leyenda; ningún niño que se digne a jugar al cordón a menos de diez cuadras de aquella casa puede desconocer la historia de Don Carlos y su reloj de arena.

A mediados de otoño, cuando el asfalto estrenaba su tapizado anaranjado y el sol tímido no alcanzaba para combatir la brisa, un forastero llegó al barrio con una tarea para Don Carlos. Flaco, muy alto y desgarbado, de manos frías y rostro pálido, se presentó un lunes en la casa-taller y fue recibido por el propio artesano. Metió la mano huesuda en el bolsillo de su abrigo desgastado y sacó un reloj de arena roto, igual o más viejo que el abrigo. Le dijo que lo necesitaba sano en una semana y que pagaría lo que fuera necesario, pero que no vendría a buscarlo ni antes ni después. Una semana, ni un día más, ni uno menos. Don Carlos aceptó el pedido, sabiéndose capaz que arreglar el reloj en un par de horas, y despidió al extraño con un apretón de manos. El acuerdo estaba cerrado.

El artesano examinó el artefacto y no encontró una gran dificultad en la tarea, mas sí le llamó la atención aquella pieza. Parecía muy antigua, anterior a cualquiera que Don Carlos, padre, hubiera recibido en su propio taller. El cristal de excelente calidad prometía ser fácil de trabajar, por lo que Don Carlos, hijo, decidió empezar el martes. Los años no venían solos y el sol de otoño iluminaba, pero hasta ahí nomás. Mejor dejar para después.

Al día siguiente, por la mañana, Don Carlos observó detalladamente la rotura y puso manos a la obra. Como había previsto, el arreglo estaba terminado poco tiempo después, por lo que bastaba esperar unas horas más hasta probarlo. El hombre almorzó con su esposa, como hacía ya más de cincuenta años, y se entregó al sagrado ritual de la siesta. Si había algo que Don Carlos hacía mejor que trabajar y contar historias, era sestiar.

Por la tarde, al levantarse, se dirigió a su taller a comprobar la eficiencia de su obra. Giró el reloj y, ante su asombro, vio como toda la arena caía a sus pies, como si nunca hubiera arreglado aquel agujero. El asombro dio paso a la puteada a viva voz, costumbre heredada de Don Carlos padre, y ésta a la pala y la escoba, costumbre adoptada por una manía por el orden. Cuando cada grano del contenido del reloj estuvo a salvo en un frasco, Don Carlos se sentó a observar el artefacto que estaba como lo había traído aquel hombre, sin rastros de su trabajo. Aún sin entender dejó el reloj sobre la mesa, cerró el taller y salió a caminar por el barrio. Todos sabían que si Don Carlos andaba dando vueltas por el barrio era porque estaba concentrado en algo, pero nadie quiso preguntarle. Ya se le iba a pasar.

Se hizo miércoles. El artesano tomó sus mates de la mañana y se dirigió al taller, como todos los días. Miró de reojo el reloj y como quien no quiere la cosa, se le arrimó de golpe, a ver si lo agarraba desprevenido. Arregló la rotura en tiempo récord y anotó en una libreta la hora, como constancia de que no estaba soñando. Con el problema solucionado, se dedicó a leer el diario y regar las plantas, tareas relajantes de cabecera para Don Carlos.

Jueves. Desconfiado, Don Carlos desayunó y salio a caminar. Repasó mentalmente lo que había hecho el miércoles, recordó detalladamente cada movimiento que hizo en el taller y cuando estuvo convencido, volvió. Abrió la puerta del taller, fue hasta la mesa, tomó el reloj y la puteada se escuchó desde la esquina. Estaba como había llegado, otra vez, pero ahora la hora en la libreta comprobaba que no había sido un sueño. Era cosa de Mandinga. Don Carlos tapó el agujero una vez más, aunque esta vez con desprolijidad producto del enojo y el susto, cerró el taller y no recibió a nadie más. Estaba agotado.

Llegó el viernes y Don Carlos se despertó mucho más tarde que de costumbre. Apenas había dormido la noche anterior, pensando en aquel reloj endemoniado y en el cliente que vendría a buscarlo el lunes sin falta. Almorzó con miedo y los ojos pesados, para luego arrastrar los pies hasta el taller, esperando lo peor. Abrió la ventana de par en par, así el aire frío y la luz que se colaba entre las nubes de tormenta lo despertarían. Fue hasta la mesa, tomó el reloj y antes de que pudiera reaccionar, toda la arena cayó al suelo. Frustrado, se dispuso a barrer por segunda vez cuando el horror lo paralizó; la arena, que hace instantes estaba desparramada, giraba en un remolino en torno a él. Sin poder moverse, observó la secuencia como si hubiera ocurrido en cámara lenta: el remolino de arena, la ventana abierta, la arena que sale por la ventana, la ventana que se cierra, la pala y la escoba que caen. Don Carlos se quedó sin tiempo. Cerró la puerta del taller y guardó la llave. No iba a volver hasta el lunes.

Durante el fin de semana, el artesano cumplió su palabra y no puso un pie en el taller. No quería enfrentarse al único desafío que no había podido superar, ni pensar en la llegada del único cliente que no se llevaría su pieza de cristal en buen estado. Se dedicó a disfrutar de su familia como no había podido durante mucho tiempo, pues no recordaba la última vez que se había tomado un sábado libre. El domingo almorzó con la familia como de costumbre, sin la más mínima mención al incidente del reloj. La expresión cansada que tenía en su rostro durante la semana había quedado atrás, como un recuerdo lejano. Entre tantas historias y anécdotas exageradas, no tuvo tiempo de recordar al infame hombre alto hasta la noche, cuando ya en la cama recordó el plazo vencido. Se encogió de hombros, inventó una excusa vaga para usar cuando llegara el momento y se durmió. Se sentía bien.

La mañana del lunes fue la más fría de todo el otoño, no tanto por el viento helado que amontonaba las hojas en el cordón de la vereda, sino por el cartel que en la puerta del taller cerrado decía, en letras negras y con la irregularidad propia de un trazo nervioso: "CERRADO POR DUELO". Dicen que el hombre alto y pálido apareció esa tarde y al leer la noticia, chasqueó la lengua y murmuró entre dientes: "Se quedó sin tiempo".

Dicen.

jueves, 9 de enero de 2014

Cuentos de Zhorax

La gente en Zhorax es feliz. Zhorax es un planeta relativamente pequeño, no mucho más grande que la Tierra, pero sus habitantes han logrado alcanzar una prosperidad y un desarrollo inimaginable en estas coordenadas. Las ciudades se extienden sobre todos los continentes, dejando lugar para la vegetación y la vida salvaje. El desarrollo tecnológico es incuestionable, destinado sobre todo a la salud y el verdadero bienestar de sus habitantes; no se fabrican armas, porque aprendieron que no son necesarias para mantener la paz. Tampoco se promueve el consumo desmedido, porque los nacidos en Zhorax aprendieron hace muchos años que los avances deben ser para todos, no para unos pocos. Toda actividad en Zhorax está sustentada por energía renovable y limpia, favoreciendo el desarrollo amigable con el medio ambiente, patrimonio de todos. Los zhoraxianos han olvidado las antiguas batallas étnicas, religiosas y patrióticas, para unirse en una sociedad sin naciones, pero con matices propios de cada pueblo. Se podría decir que la sociedad zhoraxiana es un ejemplo del resultado de hacer las cosas bien. Pero no siempre fue así.

Hace casi un siglo, nadie quiere recordar bien cuándo, Zhorax vivió la crisis más grande de su extensa historia como nación planetaria. El incesante espíritu de superación había llevado a sus habitantes a cumplir meta tras meta, objetivo tras objetivo, sin cesar. La producción de alimentos aumentaba año a año, la industria establecía récords en todos los ámbitos, nadie descansaba en su éxito para vivir del mínimo esfuerzo. El crecimiento de Zhorax parecía no tener techo, hasta que lo tuvo. La producción desmedida de bienes terminó por cubrir la demanda y saturar todos los mercados. Ya todos tenían todo lo que se necesitaba, entonces nadie compraba; al no comprar, los productos se apilaban a la salida de las fábricas. Los engranajes de la próspera economía zhoraxiana perdieron su sincronía y sumieron al planeta entero en una profunda crisis económica que parecía no tener solución.

Años después, los zhoraxianos más viejos aún se erizaban al recordarla. Aquella crisis no había logrado quitarles del todo la fuerza que los impulsaba hacia adelante, así que con paciencia, voluntad y moderación, lograron salir adelante. Durante mucho tiempo, fueron pocos los valientes que especularon sobre qué hubiera pasado si la sociedad zhoraxiana pre-crisis no hubiera tenido una educación tan robusta y una pasión por el progreso tan firme, principalmente porque nadie recordaba los tiempos en que Zhorax estaba cubierto de naciones diferentes, encerradas en sí mismas por ignorancia y mezquindad.

Las nuevas generaciones que conocen historias de la crisis a través de libros de texto, novelas o historias contadas por abuelos, creen que la misma no ha dejado rastros en la cultura zhoraxiana. Creen que la constante evolución en la que viven terminó por erradicar los miedos y que la crisis fue una lección que debieron aprender una vez, mas no deben recordarla todos los días. Pocos saben, o recuerdan, que aquel mensaje que comenzó como una orden hace casi un siglo, se transformó en advertencia y se transmitió de generación tras generación, hoy es el lema de vida de todo zhoraxiano.

Hoy en día, todos en Zhorax tienen claro que la meta debe estar puesta en lo imposible y que siempre, siempre, se debe dejar para mañana algo que se puede hacer hoy. Al parecer da resultado, después de todo, la gente en Zhorax es feliz.