Era la noche más fría en muchos
años, de un frío agudo y seco que penetraba hasta los huesos y, según los
reportes, podía traer a Montevideo la primera nevada de la historia. Refugiado
en su gabardina negra, apuró un cigarro recostado contra el auto mientras
miraba hacia el negro mar; a lo lejos, las plataformas de extracción parecían
vigilar el horizonte con luces como ojos y un rugido apagado. Exhalando una
última bocanada de humo, se metió al auto y echó a andar por los restos de la
rambla derrumbada, víctima del avance del tiempo y el descuido. Anduvo un buen
rato hasta llegar a un galpón, abandonado en un rincón oscuro del antiguo casco
histórico de la ciudad. Dejó el coche en el improvisado estacionamiento y se
dirigió hacia la entrada, esquivando los charcos de agua y barro mientras se cerraba
el cuello del abrigo con la mano helada. Nadie lo esperaba en la puerta, así
que se limpió los zapatos como pudo y entró sin apuro.
El lugar era más amplio de lo que
parecía desde afuera, con el techo muy alto y un potente olor a humedad. La luz
amarillenta de la ciudad iluminaba la zona cercana a dos ventanales empañados
ubicados del mismo lado que la entrada, en la parte superior de una de las
paredes más largas. Hacia el centro del galpón la luz era muy tenue, y en la
pared opuesta la oscuridad sólo era combatida por luces de neón de diferentes
colores, ubicadas sobre las barras. La música a todo volumen disimulaba el
zumbido típico de las aglomeraciones, que quedaba oculto por los golpes
constantes del bajo.
Odiaba las multitudes, porque era
cuando se sentía más solo. Los cientos de cuerpos iguales sacudidos en una
vibración resonante le resultaban repugnantes, una imitación burda de
tradiciones pasadas. Se dirigió hacia la barra con el recuerdo punzante de lo que
era una verdadera reunión, una verdadera masa de seres sensibles y diferentes
sin sintonía. Esas habían sido prohibidas hacía varios años, tiempo después de
perdida la guerra. Recordó la guerra.
Hubo un tiempo en el que las
guerras no se ganaban o perdían. Hombres luchaban contra hombres, morían de uno
y otro lado y terminaba todo en un tratado o una negociación, o en el peor de
los casos, era una guerra sin fin. Eso cambió el día en que perdimos el control;
el día que los androides fueron capaces de construirse a sí mismos, de
perfeccionarse sin la intervención humana, ese día perdimos la guerra, antes de
iniciarla. Ante la rebelión, la humanidad se lanzó decidida a la lucha, segura
de su victoria fundamentada en años de dominio, pero no fue suficiente; cuando
las máquinas inteligentes se hicieron con el control de las armas, sobrevino la
rendición. A la rendición le siguió la masacre ejemplarizante, pero no el
exterminio; los androides no tenían interés en eliminar personalmente a la
población humana, sino que prefirieron que el tiempo se encargara. Así, permitieron
la supervivencia de muchos con la única condición de no dejar descendencia;
como seres inmunes al paso del tiempo, algún día tendrían el mundo sólo para
ellos. Desplegaron un sistema de vigilancia y ejecución sin precedentes, y la
pena por tener un hijo era la muerte inmediata de ambos padres y el niño. El
sistema funcionó sin problemas y la población humana disminuyó año a año sin
necesidad de enfrentamientos, hasta que un movimiento de resistencia a nivel
mundial que se había gestado en secreto creyó estar preparado (o lo
suficientemente desesperado) y atacó al régimen gobernante. La derrota fue casi inmediata y las
consecuencias, previsibles. Desde ese día, fueron ilegales los encuentros entre
seres humanos en ausencia de androides, con especial énfasis en los casos que
podían derivar en actitudes cargadas de emoción, pues creían que de allí surgía
el instinto de agresión. Así, reunirse con amigos significaba la ejecución,
formar un club, ejecución, ir a la iglesia, ejecución, abrazarse, ejecución.
Una de las pocas maneras de simular estar rodeado de gente eran los clubes
nocturnos llenos de androides, donde uno podía confundirse entre la
muchedumbre, embriagarse y pasar las horas esperando no encontrarse a otra persona,
pero el hombre de la gabardina negra odiaba eso, porque lo hacía darse cuenta
de que estaba completamente solo.
Pidió un whisky. Curiosamente, no
era extraño encontrar bebidas tradicionales en aquellos lugares, además de ese
licor inmundo que tomaban los androides. Estos, a pesar de no tener un sistema
nervioso al cual engañar con alcohol, disfrutaban de disminuir su rendimiento
en base a un brebaje incoloro con aroma a aceite, que junto con la música
rítmica afectaba de forma sutil y prediseñada a los circuitos encargados del
razonamiento. La razón por la cual seguían esta costumbre era desconocida para
aquel hombre, que sintió cómo el primer trago le quemaba la garganta y le
sacaba un poco el frío.
Algo llamó su atención, un
estímulo a medio camino entre una sensación débil y un recuerdo. Mezclado con
el olor a humedad pudo distinguir, por unos segundos, el dulce aroma de un
perfume como el que usaban las mujeres en tiempos pasados. No podía ser, debía
estar confundido, porque aquello significaba inequívocamente la presencia de
una mujer allí, dado que los androides, al carecer de un olfato convencional,
prescindían de perfumes y colonias. Una mujer, de carne y hueso, en aquel lugar
helado y lleno de cuerpos metálicos. Buscó entre la multitud algún gesto, algún
movimiento que la delatara entre tantas expresiones prefijadas, y le pareció
cruzar por un instante una mirada en la que percibió, por una fracción de
segundo, un destello único. No podía ser.
Apartó la mirada tan rápido como
pudo. Una de las estrategias más usadas para evitar conversaciones indeseadas
era evitar mirar directamente a los ojos a los demás; si bien los androides no
necesitaban de dicha conexión para comunicarse, dado que estaban constantemente
conectados a través de una conciencia virtual única, tantos años de convivir
bajo el dominio humano habían dejado su huella en forma de costumbres que, en
seres artificiales, carecían de sentido. Nerviosa, intentó concentrarse en el
personaje con cara de idiota que tenía enfrente; un tipo cualquiera, como
cualquier otro, que ante la posibilidad de entablar una conversación soltaba
una serie programada de datos estúpidos sobre producción mundial de bienes,
nuevos modelos de mascotas o la improbabilidad de tormentas eléctricas en los
siguientes días. Los androides odiaban las tormentas eléctricas; algo
relacionado a grandes descargas eléctricas e interferencias, que no terminaba
de entender y realmente no le interesaba, pero que había tenido que escuchar
varias veces para no levantar sospechas.
Por el contrario, el hombre con
el que habían cruzado miradas durante un segundo sí le resultaba llamativo.
Abrigado, recostado contra la barra con un vaso en la mano y gesto sombrío, le
recordaba a un amigo que había tenido durante los primeros años de la prohibición
de los encuentros entre humanos, cuando aún era posible tener algún tipo de
relación en las ciudades pequeñas, donde los controles no eran tan estrictos.
Aquel era un muchacho joven y de
rasgos suaves, que siempre intentaba arrancarle alguna sonrisa a pesar de todo;
se habían encontrado dos o tres veces en una tienda de insumos humanos e
incluso se habían arriesgado a tener un par de encuentros clandestinos, en los
que se daban el gusto de mantener conversaciones sobre temas que iban más allá
del estado del tiempo y la producción regional de aluminio. Hablaban de la
soledad, de la familia y de la esperanza, de lo insignificantes que se sentían
cuando contemplaban el cielo nocturno y de lo inmenso que parecía el peligro
cuando volvían a posarse en el suelo. Con el tiempo, dejó de verlo. Supuso que
en el mejor de los casos lo habían descubierto, si antes no se había suicidado,
presa del aislamiento y la locura, como tantos otros.
Este hombre, en cambio, tenía
unos cuantos años más que ella y mostraba en el rostro el cansancio de haber
resistido tanto tiempo. Durante el instante en el que se miraron, le pareció de
alguna manera reconocerse a sí misma, perdida en aquel mar de maniquíes
animados. Asustada, entendió que no podía arriesgarse a estar tan cerca de otra
persona por más que aquello no fuera necesariamente un delito, así que se
sumergió en la masa vibrante hasta llegar al otro extremo del salón, donde se
refugió bañada por la luz de la luna. Así se quedó, desorientada por un rato en
una marea de emociones y con los ojos empañados, hasta que una voz cercana la
sacó de su ensimismamiento.
—Parece que va a nevar —comentó
un hombre, con tono medidamente distraído.
—¿En Montevideo? Eso hay que
verlo. Lo único que espero, en todo caso, es que no venga acompañada de
actividad eléctrica —respondió ella hábilmente.
—Ah, yo espero todo lo contrario
—contestó el hombre, decidido—. Si me permite la sinceridad, adoro las
tormentas.
Giró sobre sí misma para quedar
frente al hombre, que la miraba fijamente con una mueca similar a media sonrisa
en el rostro. Aquello era una confesión que nada tenía que ver con el clima, y
ambos lo tenían muy claro.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—¿Por qué me gustan? Bueno, no lo
tengo muy claro, quizás por el espectáculo de luces, o el estruendo, o la
sensación de fragilidad. Creo que es más bien por...
—¿Por qué ahora? —interrumpió—.
¿Por qué acá, rodeados? Es muy peligroso.
—Sinceramente, no tengo idea. Le
pido disculpas, realmente no sé en qué estaba pensando.
—No, no, está bien —contestó la
muchacha, mientras le dirigía una sonrisa nerviosa a su acompañante—. Por favor,
hablemos.
Teniendo cuidado de no tocarse,
se acercaron el uno al otro lo suficiente como para escucharse a pesar del
ruido incesante de la música, sacudiéndose en sincronía con el resto para pasar
desapercibidos. Lentamente, de manera casi instintiva, se alejaron de los
ventanales hasta quedar ocultos en la penumbra donde, a los gritos, hablaron
como dos viejos amigos que se vuelven a reunir después de muchos años y deben
ponerse al día. Se presentaron y cada uno contó su historia, obviando los
detalles angustiantes; hablaron de sus vidas antes de la guerra, como si nada
hubiera cambiado, de sus aspiraciones y sus sueños.
Enseguida sintió admiración por
aquel hombre. Le llamaba mucho la atención, más que lo que decía, todo lo que
parecía callar; en su voz se percibía la tensión de quien quiere desahogarse y
no encuentra adecuado el momento. Intentó sonreír todo lo que pudo, porque no
lograba imaginarse cuándo había sido la última vez que aquel rostro mal
afeitado había visto una sonrisa.
Él, en cambio, estaba aterrado;
ella era demasiado joven para estar ahí, pero sabía bien que el futuro que le
esperaba fuera no era mejor. Su perfume lo invadía y le nublaba el pensamiento
de una manera mucho más potente que el whisky, pensó. Además, esa sonrisa... Si
no hubiera vivido tanto, si no hubiera sabido que todo lo que podía esperar de
la vida era que terminara por capricho
del tiempo o de una máquina consciente, hubiera pensado que aquel ser frente a
él bien podía ser un ángel.
El perfume, el whisky, la
sonrisa, la música, el frío, la música, el perfume, la sonrisa, otra vez el
perfume; una sinfonía de estímulos aturdían los sentidos de aquel hombre que,
parado frente a un ángel y rodeado de circuitos, no resistió y tomó la mano de
la joven. De inmediato, un espasmo se apoderó de su brazo, se le congeló el
pecho y se le secó la garganta. Sin soltar la mano de la chica, la miró con una
mezcla de vergüenza, culpa y auto-desprecio, pero no pudo pedir disculpas
porque ella, sin mediar palabra y en un mismo movimiento, rodeó su cuello con
el brazo y le dio un beso de los que ya no existían.
Estaban vivos. No sólo se sentían
vivos, en el sentido figurado, sino que aún estaban con vida a pesar de haber
cometido un acto que significaba la sentencia de muerte automática. Abrieron
los ojos, incrédulos, para comprobar que todo seguía en su lugar; a su
alrededor, los androides que se habían sacudido en las mismas descargas
rítmicas durante toda la noche no se habían percatado del delito cometido en la
seguridad de las sombras. Animados por su audacia, decidieron dirigirse juntos
hacia la salida y abandonar la fiesta sin despedirse para así seguir cada uno
su camino, conscientes de que no volverían a encontrarse. Atravesando la
multitud, llegaron a la salida sin dirigirse una palabra en todo el trayecto,
pero con una sonrisa cómplice oculta bajo la máscara de indiferencia y
seriedad.
Con los ojos acostumbrados a tanto
tiempo en la oscuridad, el destello repentino de las luces al atravesar la puerta
los cegó por unos segundos, pero lograron percibir a través del zumbido en sus
oídos tapados una voz metálica que se dirigía a ellos. Cuando por fin
recuperaron la vista y comprendieron mejor la escena, los dos humanos volvieron
a tomarse de las manos con una confianza insultante, ya sin la culpa que los
había paralizado dentro del galpón.
El oficial los esperaba hacía varios
minutos, desde que concurrió inmediatamente en respuesta a una alerta emitida
desde el local, y disparó dos veces sin la menor duda, eliminando de inmediato
cualquier amenaza de enfrentamiento. Tras el estruendo, en el suelo, los
cuerpos sin vida de dos terribles criminales dejaban su huella en la nieve.