El lugar de encuentro fue un viejo
bar, con las paredes manchadas de humedad y la vereda con baldosas flojas. Todo
aquel que pasaba se preocupaba más por esquivar los charcos escondidos que por
la fachada gris de aquel lugar, empapada de fría llovizna de otoño. Todos,
salvo aquellos dos hombres que decidieron encontrarse allí, en una esquina
cualquiera.
Por dentro, el lugar era más
acogedor, si bien el olor a humedad recordaba a sus huéspedes que los últimos
años habían sido tan duros para el barrio como para el resto de la ciudad. La
que antes era sede ineludible de charlas interminables y discusiones
encendidas, hoy albergaba caras largas y voluntades cansadas. Eran,
efectivamente, tiempos difíciles.
Los hombres pidieron el único
trago que servía la casa, afectada por la escasez de víveres a nivel regional,
producto a su vez de la crisis mundial. El mozo dejó sobre la mesa los vasos
grasientos con el espeso licor y se retiró, adivinando en el gesto de sus
clientes la necesidad de privacidad. No en vano habían elegido el rincón más
gris de aquel remoto planeta; no debían levantar sospechas.
-¿Brindamos? –preguntó el primer
hombre, levantando el vaso. Daba la impresión de que alguna vez había sido una
persona admirable, aunque ahora tenía el rostro marcado por arrugas y la ropa
gris y gastada, como si los años hubieran pasado sin que él los notara.
-No me parece el mejor momento
–contestó el segundo, con la vista perdida. Llevaba cada detalle de su
vestimenta –del blanco más impoluto- cuidadosamente arreglado, como si se
hubiera tomado toda la eternidad para preparar su imagen. A pesar de ello, no
inspiraba mayor respeto que su compañero de mesa; ambos dejaban en el aire la
misma impresión solemne en cada uno de sus movimientos.
-Es una pena que siempre nos veamos
en estas circunstancias, ¿no? –preguntó el hombre de gris, mientras el licor le
provocaba una mueca de asco.
-No encuentro otro motivo por el
que debamos vernos, usted sabe bien qué nos trajo acá.
-Sí, es que… ¿ha pensado cuántas
veces hemos hecho esto? Y sin excepción, siempre, nos volvemos a citar en algún
rincón oscuro y sucio, para lo que usted ya conoce. Es una lástima.
-Permítame discrepar, pero no
siempre han sido tan oscuros. Este, sin ir más lejos, parece tolerable.
-Esto no da para más, y usted lo
sabe. ¡No es que quiera criticar su obra, por supuesto! –se apresuró a acotar
el hombre gris, al ver el gesto de su colega-. Pero esto ya no se revierte.
-Tiene razón, no se hable más
–dijo el hombre blanco, mientras metía la mano en el bolsillo del saco.
-Espere, ¿qué lo apura? Ya sabe
que todo termina igual, tarde o temprano. El tiempo es tirano, pero no para
usted. Tómese el trago y disfrute la charla, que para algo siempre hay calma
antes de la tormenta, ¿no?
-En este mundo, sí.
-Bueno, conversemos entonces.
¿Recuerda aquella vez que nos tuvimos que encontrar? Se perfilaba bien aquel
mundo, fue una lástima aquella guerra...
-¿A cuál de todas se refiere?
-A todas, siempre aparece alguna.
Uno no puede esperar a encontrar el universo perfecto, que ya se están matando.
-Alguno va a aparecer.
-Sí, ¿pero mientras qué? ¿Cuántos
vamos ya?
-He perdido la cuenta, sabrá
entender.
-¿Usted pretende que yo crea que
el Señor del Orden no tiene un registro de todos y cada uno de los universos
que ha creado y han perecido en manos del Señor del Caos? Por favor, saque la
lista.
El hombre de blanco se sorprendió
al escuchar su nombre, pero entendió que ya no tenía sentido ocultarlo. Además,
nadie en el bar parecía tener interés en aquella charla. Buscó dentro de su
saco y sacó una lista interminable en la que, con letra clara, se detallaba
cada intento de universo perfecto y las causas de su debacle. Visiblemente
molesto, entregó el papel al otro hombre, que esbozó una triste sonrisa.
-Veo que lo enorgullece su obra.
-Para nada, es sólo trabajo. A
fin de cuentas, alguien debe hacerlo. ¿Los tiene todos registrados?
-Así es. ¿Se los enumero uno por
uno?
-No es necesario, yo también
llevo la cuenta. Ahora, me había olvidado de éste –dijo el Señor del Caos,
señalando una de las anotaciones.
-Intento no recordarlo.
-Lo bien que hace, estimado.
-Lo noto alegre.
-Sabe que no, ya quisiera dejarlo
en paz. Mientras, sólo cumplo mi función. ¿Quiere proceder?
-Pensé que no lo iba a pedir
nunca.
El Señor del Orden sacó de su
bolsillo un par de dados, los únicos elementos que evidenciaban el paso del
tiempo entre sus pertenencias. Habían sido blancos alguna vez, pero el uso los
había oscurecido.
-Parece que fuera ayer la última
vez que hicimos esto –comentó al pasar el Señor del Caos.
-Sabe bien que, para nosotros,
siempre parece ayer. A fin de cuentas, ¿qué son unos cuantos millones de años
en la eternidad?
-Escúchese, parece que hasta le
gustara conversar.
El Señor del Orden sonrió.
-¿Vio? Es más, lo veo confiado.
Quizá, después de todo, la suerte exista y hoy sea su día.
-Quizás –respondió el hombre de
blanco, soltando los dados sobre la mesa. Sabía que tal suerte no existía, pero
nuevamente se sentía esperanzado.
Doble seis. En el principio todo
fue oscuridad. Luego, hubo luz.