Fernando Pinzón programó la
cafetera para la mañana siguiente al igual que todas las noches, se cepilló los
dientes y se sirvió un vaso de agua para dejarlo en la mesa de luz al costado
de la cama. Apagó primero la luz de la cocina, luego la del pasillo y por
último la del dormitorio. A la luz de la veladora se veía, delicadamente
doblada sobre una silla, la ropa que usaría en la siguiente jornada. Fernando
tendría finalmente la entrevista de trabajo que había esperado durante varios
meses y en la que, a su edad, no podía fallar. Ya entre las sábanas programó
una única alarma, infalible, con la que se despertaría a la mañana siguiente. Tomó
medio vaso de agua y se durmió sin mayor esfuerzo. Esa noche, quizás a modo de
adelanto, Fernando soñó con luces y formas extrañas que olvidó en cuanto se
despertó.
“Analía Montero, 27 años.
Sin observaciones.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.
Sin observaciones.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.
Juan Carlos Rodríguez, 67 años.
Padre de dos.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.
Nicolás Varela, 16 años.
Sin observaciones.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.
Padre de dos.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.
Nicolás Varela, 16 años.
Sin observaciones.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.
Luciana Varela, 19 años.
Sin observaciones.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.
Sin observaciones.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.
Fernando Pinzón, 46 años...”
Lo que seguía a continuación
llamó la atención de la Muerte, que leía raudamente el sinfín de párrafos
cortos en su agenda, cada uno con un nombre, edad y fecha exacta de muerte, a
lo que se sumaba en algunos casos un suceso relevante. Entre ellos figuraban,
muy de vez en cuando, obras trascendentales, reconocimientos mundiales y
crímenes imperdonables; la mayoría simplemente tenía enumerada su descendencia,
a modo de cuenta pendiente que sería saldada algún día. El párrafo de Fernando
Pinzón, sin embargo, contaba en escuetas palabras una historia poco habitual
entre los miles de muertos diarios.
“Fernando Pinzón, 46 años.
Triunfó en su lucha contra Sayitawek’i, demonio ancestral.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.”
Triunfó en su lucha contra Sayitawek’i, demonio ancestral.
Lunes 26 de junio, 8:35 a.m., accidente de tránsito.”
La Muerte no sentía un desprecio
particular por los demonios, pero demostraba por ellos un desdén arrogante debido
a que no estaban a su alcance, al menos hasta que todo lo que existía lo estuviera,
en el fin de los días. El triunfo de un simple mortal sobre un demonio tan
viejo como Sayitawek’i, que dotaba a sus poseídos de una exagerada confianza y
optimismo en el manejo de los tiempos, lo hacía un muerto digno. Miles de
personas luchaban a diario contra diversos demonios ocultos en vicios y manías,
pero Fernando había logrado expulsar al suyo a base de engaños, alarmas,
cierta madurez y una rígida rutina. Así, tras varios años, un día Sayitawek’i
lo dejó y Fernando vivió en paz.
Hasta ese día. La Muerte cerró su
agenda y se dirigió hacia la esquina en la que tendría lugar el accidente,
haciendo caso omiso a los peatones que se atravesaban en su camino. Algunos se
estremecían cuando La Muerte les pasaba demasiado cerca, unos pocos incluso
llegaban a sentir un susurro helado que les provocaba escalofríos, pero sólo
aquellos que llegaban a su hora marcada podían verla propiamente. Ya en el
lugar pautado, La Muerte se dedicó a esperar, pues tenía literalmente todo el
tiempo del mundo.
8:33 a.m. Un ómnibus arrancaba
después de levantar a un par de pasajeros. En la radio comentaban el partido
del día anterior y el chofer recordó que se había perdido el compacto con los
goles, pero que ya debía estar subido a la página del equipo. Sacó el celular
del bolsillo y los buscó.
8:34 a.m. Un auto bajaba
rápidamente por una de las calles transversales. Dentro, dos jóvenes se dirigían
a estudiar mientras discutían más por costumbre que por otra cosa. La luz roja
en el semáforo de la esquina hizo evidente una falla en los frenos, que resultó
fatal. El auto avanzó sin detenerse hacia un ómnibus y el chofer de este,
distraído, no logró evitar la colisión. El impacto lo tiró hacia la vereda,
donde embistió a una mujer antes de llevarse puesta una columna de alumbrado
público. En la muñeca sin pulso del conductor, el reloj indicaba las 8:35.
Unos metros más atrás, sin
aliento y con el rostro enrojecido por la carrera, Fernando Pinzón observaba la
escena y no podía creer su suerte al haber perdido ese ómnibus. Agradeció en
silencio por haberse quedado esos cinco minutos más en la cama, se secó el sudor
de la frente y rápidamente le hizo señas a un taxi. Justo antes de que quedara
oculto tras la mampara, La Muerte pudo distinguir un chispazo color ámbar en
los ojos de aquel hombre, en cuyo rostro se adivinaba la sonrisa burlona de un
viejo demonio.
excelente, ale, excelente...
ResponderEliminarborgiano
Señor f! Muchas gracias!
EliminarQué gusto volver después de tanto tiempo y encontrarlo por acá
digo borgeano
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