jueves, 20 de marzo de 2014

El artesano

En una calle montevideana, que en invierno traicionaba con baldosas flojas y en verano se escondía bajo la sombra de paraísos y jacarandás, vivía un viejo artesano que trabajaba con vidrio. Los nuevos clientes lo llamaban "el vidriero" o, en su defecto, "el viejo de mitad de cuadra", pero él insistía en que lo llamaran "Don Carlos". Había aprendido el oficio de su padre, Don Carlos padre, y había trabajado toda su vida en lo mismo, desde que terminó la escuela hasta aquellas tardes frías de mayo, cuando recibió su último trabajo.

Don Carlos tenía una habilidad inigualable para trabajar el vidrio. No eran pocos los que sospechaban que aquel viejo canoso y encorvado dominaba, además de la artesanía, algún tipo de magia que le permitía doblegar a cualquier pieza a su antojo. "El mago del vidrio" le decían; o al menos eso contaba los domingos, después del almuerzo, cuando sus nietos pedían historias de todas las veces que arregló algo casi imposible, justo a tiempo y dejándolo mejor de lo que estuvo antes. Don Carlos, además de un gran artesano, era un mejor contador de historias y aún mejor exagerador de anécdotas.

Sin embargo, esta historia no la contó él. Comenzó como un rumor en el barrio, evolucionó en certeza y se convirtió en leyenda; ningún niño que se digne a jugar al cordón a menos de diez cuadras de aquella casa puede desconocer la historia de Don Carlos y su reloj de arena.

A mediados de otoño, cuando el asfalto estrenaba su tapizado anaranjado y el sol tímido no alcanzaba para combatir la brisa, un forastero llegó al barrio con una tarea para Don Carlos. Flaco, muy alto y desgarbado, de manos frías y rostro pálido, se presentó un lunes en la casa-taller y fue recibido por el propio artesano. Metió la mano huesuda en el bolsillo de su abrigo desgastado y sacó un reloj de arena roto, igual o más viejo que el abrigo. Le dijo que lo necesitaba sano en una semana y que pagaría lo que fuera necesario, pero que no vendría a buscarlo ni antes ni después. Una semana, ni un día más, ni uno menos. Don Carlos aceptó el pedido, sabiéndose capaz que arreglar el reloj en un par de horas, y despidió al extraño con un apretón de manos. El acuerdo estaba cerrado.

El artesano examinó el artefacto y no encontró una gran dificultad en la tarea, mas sí le llamó la atención aquella pieza. Parecía muy antigua, anterior a cualquiera que Don Carlos, padre, hubiera recibido en su propio taller. El cristal de excelente calidad prometía ser fácil de trabajar, por lo que Don Carlos, hijo, decidió empezar el martes. Los años no venían solos y el sol de otoño iluminaba, pero hasta ahí nomás. Mejor dejar para después.

Al día siguiente, por la mañana, Don Carlos observó detalladamente la rotura y puso manos a la obra. Como había previsto, el arreglo estaba terminado poco tiempo después, por lo que bastaba esperar unas horas más hasta probarlo. El hombre almorzó con su esposa, como hacía ya más de cincuenta años, y se entregó al sagrado ritual de la siesta. Si había algo que Don Carlos hacía mejor que trabajar y contar historias, era sestiar.

Por la tarde, al levantarse, se dirigió a su taller a comprobar la eficiencia de su obra. Giró el reloj y, ante su asombro, vio como toda la arena caía a sus pies, como si nunca hubiera arreglado aquel agujero. El asombro dio paso a la puteada a viva voz, costumbre heredada de Don Carlos padre, y ésta a la pala y la escoba, costumbre adoptada por una manía por el orden. Cuando cada grano del contenido del reloj estuvo a salvo en un frasco, Don Carlos se sentó a observar el artefacto que estaba como lo había traído aquel hombre, sin rastros de su trabajo. Aún sin entender dejó el reloj sobre la mesa, cerró el taller y salió a caminar por el barrio. Todos sabían que si Don Carlos andaba dando vueltas por el barrio era porque estaba concentrado en algo, pero nadie quiso preguntarle. Ya se le iba a pasar.

Se hizo miércoles. El artesano tomó sus mates de la mañana y se dirigió al taller, como todos los días. Miró de reojo el reloj y como quien no quiere la cosa, se le arrimó de golpe, a ver si lo agarraba desprevenido. Arregló la rotura en tiempo récord y anotó en una libreta la hora, como constancia de que no estaba soñando. Con el problema solucionado, se dedicó a leer el diario y regar las plantas, tareas relajantes de cabecera para Don Carlos.

Jueves. Desconfiado, Don Carlos desayunó y salio a caminar. Repasó mentalmente lo que había hecho el miércoles, recordó detalladamente cada movimiento que hizo en el taller y cuando estuvo convencido, volvió. Abrió la puerta del taller, fue hasta la mesa, tomó el reloj y la puteada se escuchó desde la esquina. Estaba como había llegado, otra vez, pero ahora la hora en la libreta comprobaba que no había sido un sueño. Era cosa de Mandinga. Don Carlos tapó el agujero una vez más, aunque esta vez con desprolijidad producto del enojo y el susto, cerró el taller y no recibió a nadie más. Estaba agotado.

Llegó el viernes y Don Carlos se despertó mucho más tarde que de costumbre. Apenas había dormido la noche anterior, pensando en aquel reloj endemoniado y en el cliente que vendría a buscarlo el lunes sin falta. Almorzó con miedo y los ojos pesados, para luego arrastrar los pies hasta el taller, esperando lo peor. Abrió la ventana de par en par, así el aire frío y la luz que se colaba entre las nubes de tormenta lo despertarían. Fue hasta la mesa, tomó el reloj y antes de que pudiera reaccionar, toda la arena cayó al suelo. Frustrado, se dispuso a barrer por segunda vez cuando el horror lo paralizó; la arena, que hace instantes estaba desparramada, giraba en un remolino en torno a él. Sin poder moverse, observó la secuencia como si hubiera ocurrido en cámara lenta: el remolino de arena, la ventana abierta, la arena que sale por la ventana, la ventana que se cierra, la pala y la escoba que caen. Don Carlos se quedó sin tiempo. Cerró la puerta del taller y guardó la llave. No iba a volver hasta el lunes.

Durante el fin de semana, el artesano cumplió su palabra y no puso un pie en el taller. No quería enfrentarse al único desafío que no había podido superar, ni pensar en la llegada del único cliente que no se llevaría su pieza de cristal en buen estado. Se dedicó a disfrutar de su familia como no había podido durante mucho tiempo, pues no recordaba la última vez que se había tomado un sábado libre. El domingo almorzó con la familia como de costumbre, sin la más mínima mención al incidente del reloj. La expresión cansada que tenía en su rostro durante la semana había quedado atrás, como un recuerdo lejano. Entre tantas historias y anécdotas exageradas, no tuvo tiempo de recordar al infame hombre alto hasta la noche, cuando ya en la cama recordó el plazo vencido. Se encogió de hombros, inventó una excusa vaga para usar cuando llegara el momento y se durmió. Se sentía bien.

La mañana del lunes fue la más fría de todo el otoño, no tanto por el viento helado que amontonaba las hojas en el cordón de la vereda, sino por el cartel que en la puerta del taller cerrado decía, en letras negras y con la irregularidad propia de un trazo nervioso: "CERRADO POR DUELO". Dicen que el hombre alto y pálido apareció esa tarde y al leer la noticia, chasqueó la lengua y murmuró entre dientes: "Se quedó sin tiempo".

Dicen.

9 comentarios:

  1. Sin duda es mi segundo cuento favorito, después de el del pintor. Excelente.

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  2. moraleja: árbol que crece torcido, se le caen los pajaritos

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  3. Coincido con Florcita, me encantó

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  4. Hace tiempo que no pasaba por acá, y una vez más, me quedo sorprendido con lo que encuentro. No quiero ser reiterativo en los elogios. Realmente es una pena que la belleza de estas palabras queden encerradas en este blog. Te quiero hijo.

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  6. Te tomaste tu tiempo pero volviste con todo. ¡Chapó!

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  7. Coincido con tu papá. Es una verdadera lástima que tanto talento quede circunscripto a quienes leen el blog, aunque lo aprecien como es debido. Animate y publicá algo, tenés talento de sobra. Te quiero mucho!!!

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  8. Ay, me dio cosita, en realidad. Esa cosita inevitable de las cosas inevitables que se convierten en leyenda.

    Casi que termino queriendo a Don Carlos hijo. No sé por qué.

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  9. Sorprendida,orgullosa y encantada con tu obra.Naciste con todos los talentos.Coincido con que estas letras deberian ver la luz.Impresionante!!.....Felicitaciones!!!

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Pase y diga lo que se le ocurra. Gracias.