La facultad era un edificio
antiguo, de esos que habían sido construidos con otro fin y se habían ido
adaptando con el correr de los años al ir y venir de los estudiantes. Situado
en el centro de la ciudad, conservaba como los demás la esencia de un siglo
anterior en los techos altos, puertas anchas y extensos corredores. A pesar de
ello, la presencia que aquella construcción imponía en la ciudad durante la
primera mitad del siglo ahora se veía disminuida por el deterioro de la fachada,
las manchas de humedad en las paredes y el tono opaco que había ido adquiriendo
el mármol. Las escaleras anchas y de escalones amplios que habían visto circular
a miles de jóvenes, hoy estaban cubiertas por una fina capa de polvo que de vez
en cuando se arremolinaba por el pasaje de algún que otro estudiante.
Esteban atravesó la puerta
principal tan rápido como pudo y subió las escaleras, aferrado al pasamano y
respirando entrecortadamente. Estaba llegando tarde al primer día del curso y
eso le molestaba, pero más le molestaba no recordar exactamente en qué salón se
dictaba, aunque sí sabía que era en el segundo piso. Llegó, por fin, al
corredor iluminado únicamente por la tenue luz natural que llegaba al pasillo, resaltando
la nube de polvo que se levantaba cerca de las puertas de madera. Los salones
se situaban a ambos lados del corredor, aquellos con numeración par a la
derecha, los impares a la izquierda, cinco de cada lado. Esteban creyó recordar
que el salón donde se dictaba la clase se ubicaba en el lado izquierdo, así que
corrió hasta el primero en el que vio gente y, casi en un único movimiento,
abrió la puerta, entró, pidió disculpas y se sentó. Detrás de él, la puerta se
cerró.
Nadie prestó atención a su
entrada. Al frente de la clase, delante del pizarrón con garabatos ilegibles y
manchas de tiza, el profesor daba un discurso en voz baja y tono constante.
Esteban lo observó con atención; era un hombre muy anciano, con unos pocos
mechones de pelo fino y blanco a la altura de las sienes y el rostro muy ajado,
casi tan blanco como el pelo. Permanecía parado frente a la clase, encorvado y
con un libro en las manos; daba la impresión de que una corriente de aire lo
suficientemente fuerte podía derribar a aquel viejo y dejarlo convertido en
arena y polvo en el suelo. Esteban notó que tenía los ojos vidriosos y no
parecía pestañear, y que dentro de su monólogo casi ininteligible repetía ideas
sobre el tiempo y el espacio, espaciando las palabras pero sin resaltar
ninguna.
Convencido de que esa no era su
clase, se levantó con cuidado y fue hasta la puerta por la que había entrado,
para descubrir que no podía abrirla. Confundido, volteó para pedir ayuda a los
demás estudiantes, a los que aún no había prestado atención, y sintió cómo
todos los músculos de su cuerpo se contraían coordinados por el horror.
Repartidos por la clase había
unos diez estudiantes, hombres y mujeres de diferentes edades, que compartían
la característica de aparentar no estar vivos. Recostados sobre sus asientos,
todos tenían la piel pálida como quien no ve el sol durante mucho tiempo, la
vista perdida hacia adelante y la postura completamente rígida, con la boca
semiabierta. Lo único que probaba que aún no estaban muertos era el suave subir
y bajar del pecho al respirar y un lento pestañeo, pero ninguno daba indicios
de haberse movido en los últimos meses. Esteban, con las manos sudorosas,
intentó forzar la puerta pero fue inútil; se acercó lentamente al profesor, el
único ser animado además de él, y le pidió por favor que lo dejara salir de ese
lugar horrendo.
No hubo respuesta. Desesperado,
Esteban tomó con fuerza el brazo del anciano e imploró que lo liberara. Sin
abandonar su discurso, el profesor giró levemente la cabeza y clavó su mirada
en los ojos del estudiante; en ese instante, Esteban creyó reconocer en los
ojos del anciano la misma desesperación que sentía él. Soltó el brazo del
hombre y corrió hacia la puerta, embistiéndola con todas sus fuerzas, sin
resultado.
— No va a abrir —dijo una voz
cansada. Esteban se volteó rápidamente, con el hombro dolorido por el golpe y
una terrible sensación de vacío en el estómago, para buscar a quien le hablaba.
En una de las sillas cercanas a las ventanas, el menos muerto de sus compañeros
se incorporó lentamente, sin voltearse a verlo.
— ¿Cómo que no abre? —fue lo
único que alcanzó a responder Esteban, haciendo fuerza para respirar. De todas
las cosas que estaban mal, eran imposibles o no tenían sentido en ese lugar, la
puerta cerrada era la única que realmente lo desesperaba.
— No, nunca vuelve a abrir. Nos ha
pasado a todos, lo siento mucho.
Los ojos hundidos de aquel ser
expresaban una pena que, según le pareció a Esteban, no sólo se extendía a su
desgracia, sino a la de todos los presentes en la clase. Con un último vestigio
de vitalidad y la torpeza propia de una máquina que no se ha encendido en años,
el hombre se levantó de su asiento y se dirigió hacia la ventana, absorto en
sus pensamientos algodonados. Era un hombre mucho más joven que el profesor,
pero evidenciaba de manera muy clara el paso del tiempo a través de su ropa de
otra época y la piel amarillenta como el pergamino. Por un momento, Esteban
pensó que al pobre hombre le habían sacado toda el agua del cuerpo, hasta dejar
esa cosa seca que ahora contemplaba la oscuridad infinita a través de la
ventana.
Por primera vez desde que había
entrado al salón, Esteban reparó en la oscuridad que había afuera. Con los dientes
apretados y un nudo en la garganta, se acercó a la ventana y quiso creer que
sus ojos desorbitados lo engañaban, porque sabía bien que no podían ser más de
las diez de la mañana. La expresión de terror en su rostro llamó la atención del
hombre en la ventana, que con la sombra de una sonrisa producida por una
situación embarazosa, le explicó:
— El primer salto es difícil de
asimilar, pero uno se termina familiarizando. A la larga, a todos nos lleva más
o menos el mismo tiempo, creo. Si es que el tiempo vale algo aquí adentro,
claro.
El hombre se mostraba más
animado, como si la llegada de un nuevo compañero lo hubiera despertado de su
letargo. Se acomodó el pelo con la mano y continuó, con la vista perdida y
acariciándose la barbilla, como si buscara reconocerse:
— Me presentaría, pero no
recuerdo mi nombre. En todo caso, debe saber que soy el último que ha ingresado
a este recinto antes que usted. Tal vez por eso aún soy capaz de hablarle, el
resto se ha perdido en sus ideas. Verá, el paso del tiempo es un veneno para la
mente y el cuerpo, pero más toxica aún es su detención. Con el tiempo, si me
disculpa la ironía, usted comprenderá.
No, Esteban no comprendía nada de
lo que el hombre sin nombre decía, pero al mismo tiempo le parecía todo
terriblemente real. Era real el zumbido en sus oídos, el corazón que intentaba a
cada latido escapar de su pecho y la sequedad de su boca. Sin lugar a dudas,
él, el salón y el hombre que de a poco revivía eran reales. Con un hilo de voz quebrada
y haciendo el mayor esfuerzo posible por entender, preguntó:
— ¿Dónde estoy?
— No lo sé —respondió el hombre—.
He intentado descifrarlo desde que quedé encerrado en este purgatorio, pero la
única información que se puede recibir aquí dentro es la que se ve por estas
ventanas.
Esteban miró al profesor, parado
frente a la clase, dando su monólogo interminable.
— Ese viejo no dice nada útil—se
quejó el hombre mientras se refregaba los ojos—. En cambio, por aquí he
visto... lugares. Lugares y momentos, indistinguibles en su mayoría. Oh, vamos,
guarde un poco de ese asombro, hágalo durar, por su bien.
El joven estudiante contuvo la
respiración. Ya no prestaba atención a su compañero, pues fuera del salón, en
lugar del paisaje habitual, se encontraba una inmensa y brillante galaxia
espiral. Dentro, el ambiente aún era iluminado por la fría luz artificial de
los tubos colocados en el techo.
— ¿Dónde estamos? —volvió a
preguntar Esteban.
— ¿Cómo saberlo? —contestó el
hombre—. Puede ser cualquiera, hay muchas similares.
Esteban no lo había notado, pero
dentro de los puños cerrados, tenía las uñas clavadas en la palma de la mano.
La luz helada de la galaxia le cubría todo el rostro. Cuando abrió la boca para
volver a hablar, sintió la mandíbula acalambrada.
— Esto no puede ser real,
deberíamos estar todos muertos, asfixiados, despedazados.
—Oh, lo es, créame. Esto es real,
usted y yo estamos aquí, en este momento. Pero ya no estamos vivos, no señor,
ni tampoco muertos. Disculpe si sueno críptico, pero lo que le estoy diciendo
es todo lo que sé.
Esteban no se detuvo ni un
segundo a intentar procesar aquella respuesta. Quería seguir preguntando, hasta
conseguir una respuesta que le resultara familiar y lo regresara a una vía de
pensamiento más habitual.
— ¿Cómo llegamos hasta acá?
— Verá, amigo, creo que ahí está
el truco. Por lo que he podido observar, este recinto, salón si quiere, puede
estar en cualquier lugar, en cualquier momento, en cualquier orden. Ningún
método de desplazamiento clásico permite eso, ya que para ir de una galaxia a
otra, aún a la velocidad más alta posible, demoraríamos varios años. Ni hablar
del hecho de viajar en el tiempo a, literalmente, cualquier momento en la vida
del Universo. Creo que la única manera de que eso sea posible es que en
realidad no nos estemos moviendo, si no que existamos en todo momento, en todo
lugar, por fuera de la línea espacio-temporal y que, por lo tanto, el tiempo no
transcurra aquí dentro. En otras palabras, sea usted bienvenido a la eternidad.
Esteban soltó una carcajada.
Evidentemente, se había caído por la escalera cuando subió corriendo, o quizás
finalmente había desarrollado la más profunda locura. Su compañero lo miró con
gravedad.
— Yo también me creí loco, lo
creí por mucho tiempo —continuó—. Es curioso cómo cambia la percepción que
tiene uno de sí mismo y de lo que lo rodea la primera vez que observa... oh,
aquí viene. Observe.
Afuera, a una distancia
incalculable de la ventana, todas las estrellas, todos los planetas, todo el
polvo y las galaxias y la historia, se concentraba en un punto ínfimo, infinitamente
brillante. De repente, más rápido de lo que cualquiera podía llegar a percibir,
el punto palpitó, se hinchó y estalló en todas direcciones. Esteban, llorando,
se dejó caer al suelo. Acababa de contemplar el nacimiento del Universo.
— Había olvidado que se veía tan
bien —dijo para sí mismo el hombre sin nombre. Lentamente se acercó a Esteban,
que continuaba en el suelo, y lo miró con una mezcla de compasión e impotencia.
— Lo lamento muchísimo —se
disculpó—. De verdad lo siento muchísimo. Me gustaría poder explicarle por qué
estamos aquí, pero realmente no lo sé. Puedo decirle que es la voluntad de
alguien que ha decidido ponernos a prueba y en algún momento nos liberará, o que
simplemente han decidido castigarnos, o incluso disfrutar observando nuestro
sufrimiento eterno, pero nada de lo que diga estará fundamentado. Ahora, si me
disculpa, necesito un tiempo para meditar.
El hombre se dirigió torpemente a
su asiento y en unos pocos minutos recuperó su posición inicial, rígida y con
la vista hacia el pizarrón. Esteban comprendió que luego de la desesperación, la
negación y las dudas sobre la cordura propia, aquella era la etapa final. Se
levantó sin ganas, y a pesar de no sentir cansancio, caminó arrastrando los
pies hasta una silla en el centro de la clase. Se dejó caer, con la cabeza
entre las manos, y se rindió.
De pronto, el sonido de las
bisagras opacó el murmullo interminable del profesor. Una joven de pelo
enmarañado, con las manos cargadas de libros, entró con prisa y se sentó en el
asiento más cercano a la puerta. Esteban levantó la vista y quiso gritar, pero
había olvidado cómo hacerlo; la joven se fijó en él, sorprendida, y por un instante
cruzaron miradas, hasta que el sonido de la puerta al cerrarse la distrajo.