sábado, 24 de septiembre de 2016

Efecto Mandela

El burbujeo del agua hirviendo y el aroma a café le anunciaron que el desayuno estaba listo. Con sumo cuidado de no manchar la camisa blanca se sirvió una taza, notando al pasar que el reloj de la cafetera se encontraba un minuto atrasado respecto a su reloj de pulsera. Mientras terminaba de anudarse la corbata hojeó el diario y notó, para su sorpresa, que su equipo había ganado el partido de la noche anterior. "Qué final", pensó, ya que recordaba ir perdiendo cuando se durmió faltando dos minutos de descuento; al parecer habían sido suficientes para que su equipo empatara y diera vuelta un partido en el que no había demostrado nada interesante durante noventa minutos. Con el tiempo contado, salió hacia su trabajo ni bien terminó el café.

El camino del ómnibus hasta el centro fue un tanto errático, hecho que no pareció sorprender a ninguno de sus compañeros de viaje. Cada tanto reconocía el camino alternativo y adivinaba una protesta de la que no estaba al tanto, una esquina en obras o algún accidente, sin observar mayores alteraciones del tránsito por el desvío. Increíblemente, la ciudad parecía funcionar bien a pesar del caos por el que atravesaba esa mañana.

Se bajó de forma automática al ver la galería de siempre y caminó media cuadra hasta la esquina, pero antes de doblar a la derecha como todos los días notó que en la esquina faltaba algo. La clásica fuente cubierta de candados parecía estar una cuadra después de su posición habitual, lo cual era físicamente imposible por más obras que se estuvieran realizando para acondicionar la principal avenida. Confundido, pero principalmente enojado, se preguntó cómo podía ser tan imbécil para errarle al camino que seguía todos los días de la semana. Entre puteadas avanzó esa cuadra mirando para todos lados, como si buscara asegurarse de que estaba siguiendo el camino correcto, pero a cada paso que daba se sentía más perdido. Referencias habituales parecían estar fuera de lugar por varios metros, como si se hubieran barajado los edificios de la manzana y vuelto a repartir azarosamente. Respirando profundamente dobló en la esquina y encontró, en lugar de su oficina, un liceo despintado que ocupaba casi toda la cuadra. No se veían por ningún lado las tiendas habituales ni había rastros de la librería. Siguió caminando calle arriba dos, tres cuadras en las que nada tenía sentido. Desesperado, giró en una esquina y se largó a correr sin rumbo entre peatones que se mostraban más extrañados por su comportamiento que por el reordenamiento que había tenido la ciudad de la noche a la mañana; sin buscarlo, había vuelto a su punto de partida. Agitado, se detuvo un momento a intentar comprender la situación.

No podía ser la ciudad, había vivido toda su vida en Montevideo y las cosas habían estado más o menos siempre en el mismo lugar. En todo caso, nunca se habían trasladado literalmente de un lugar a otro en el correr de una noche. Claramente el problema era él, que debía estar pasando un mal momento y no podía orientarse normalmente. Seguramente el estrés y una mala noche lo habían llevado al estado en el que estaba y lo único que necesitaba era reportarse enfermo y volver a su casa, ubicada donde siempre.

Se dispuso a cruzar la avenida para tomar el ómnibus de vuelta y le pareció ver a un viejo conocido, que a medida que se acercaba le resultaba cada vez más familiar: un hombre joven, de unos treinta años, que se dirigía a su trabajo prolijamente vestido con camisa blanca, corbata y un saco a tono con el pantalón. La vaga sensación de que lo conocía de años tranquilizó un poco al hombre perdido, que al menos ahora tenía a quién pedirle indicaciones para orientarse. Así, se aproximó a su supuesto amigo y la tranquilidad que fugazmente había alcanzado dio paso al más profundo terror, cuando se descubrió a sí mismo en la cara de aquel hombre. No había manera de equivocarse: los rasgos, las facciones, aquel hombre era él mismo, un doble repetido que no había reparado en su presencia y seguramente pretendía ocupar su lugar. Se abalanzó sobre el joven desprevenido con los ojos inyectados en sangre e invadido por una violencia profunda e irracional, fundada en la seguridad de que aquél desconocido que pretendía suplantarlo estaba detrás de su reciente desorientación. Recordó por un momento una teoría delirante según la cual, en ciertas ocasiones, una persona podía pasar de un plano de la realidad a otro en el que todo era más o menos parecido, pero tarde o temprano un recuerdo erróneo delataba que estaba en la realidad equivocada. Convencido de que aquella copia de sí mismo recién llegada pretendía suplantarlo, entendió que su única solución era eliminarlo y se dispuso a matarlo a golpes, objetivo que hubiera logrado de no ser por la intervención de un grupo de transeúntes que lograron separar a los dos hombres tras un intenso forcejeo. Minutos después, un par de policías que pasaban por el lugar se llevaron al hombre fuera de sí, que escupía y gritaba sin sentido que aquél lugar era el suyo y ningún imitador se lo iba a quitar.

Varios testigos, incluida la víctima de la paliza, declararon no tener idea de por qué aquel extranjero, al que habían visto corriendo como un loco unos minutos antes, había emprendido con tanta violencia contra un pobre hombre que se dirigía a su trabajo como todos los días.

sábado, 30 de abril de 2016

La noche más fría

Era la noche más fría en muchos años, de un frío agudo y seco que penetraba hasta los huesos y, según los reportes, podía traer a Montevideo la primera nevada de la historia. Refugiado en su gabardina negra, apuró un cigarro recostado contra el auto mientras miraba hacia el negro mar; a lo lejos, las plataformas de extracción parecían vigilar el horizonte con luces como ojos y un rugido apagado. Exhalando una última bocanada de humo, se metió al auto y echó a andar por los restos de la rambla derrumbada, víctima del avance del tiempo y el descuido. Anduvo un buen rato hasta llegar a un galpón, abandonado en un rincón oscuro del antiguo casco histórico de la ciudad. Dejó el coche en el improvisado estacionamiento y se dirigió hacia la entrada, esquivando los charcos de agua y barro mientras se cerraba el cuello del abrigo con la mano helada. Nadie lo esperaba en la puerta, así que se limpió los zapatos como pudo y entró sin apuro.

El lugar era más amplio de lo que parecía desde afuera, con el techo muy alto y un potente olor a humedad. La luz amarillenta de la ciudad iluminaba la zona cercana a dos ventanales empañados ubicados del mismo lado que la entrada, en la parte superior de una de las paredes más largas. Hacia el centro del galpón la luz era muy tenue, y en la pared opuesta la oscuridad sólo era combatida por luces de neón de diferentes colores, ubicadas sobre las barras. La música a todo volumen disimulaba el zumbido típico de las aglomeraciones, que quedaba oculto por los golpes constantes del bajo.

Odiaba las multitudes, porque era cuando se sentía más solo. Los cientos de cuerpos iguales sacudidos en una vibración resonante le resultaban repugnantes, una imitación burda de tradiciones pasadas. Se dirigió hacia la barra con el recuerdo punzante de lo que era una verdadera reunión, una verdadera masa de seres sensibles y diferentes sin sintonía. Esas habían sido prohibidas hacía varios años, tiempo después de perdida la guerra. Recordó la guerra.

Hubo un tiempo en el que las guerras no se ganaban o perdían. Hombres luchaban contra hombres, morían de uno y otro lado y terminaba todo en un tratado o una negociación, o en el peor de los casos, era una guerra sin fin. Eso cambió el día en que perdimos el control; el día que los androides fueron capaces de construirse a sí mismos, de perfeccionarse sin la intervención humana, ese día perdimos la guerra, antes de iniciarla. Ante la rebelión, la humanidad se lanzó decidida a la lucha, segura de su victoria fundamentada en años de dominio, pero no fue suficiente; cuando las máquinas inteligentes se hicieron con el control de las armas, sobrevino la rendición. A la rendición le siguió la masacre ejemplarizante, pero no el exterminio; los androides no tenían interés en eliminar personalmente a la población humana, sino que prefirieron que el tiempo se encargara. Así, permitieron la supervivencia de muchos con la única condición de no dejar descendencia; como seres inmunes al paso del tiempo, algún día tendrían el mundo sólo para ellos. Desplegaron un sistema de vigilancia y ejecución sin precedentes, y la pena por tener un hijo era la muerte inmediata de ambos padres y el niño. El sistema funcionó sin problemas y la población humana disminuyó año a año sin necesidad de enfrentamientos, hasta que un movimiento de resistencia a nivel mundial que se había gestado en secreto creyó estar preparado (o lo suficientemente desesperado) y atacó al régimen gobernante. La derrota fue casi inmediata y las consecuencias, previsibles. Desde ese día, fueron ilegales los encuentros entre seres humanos en ausencia de androides, con especial énfasis en los casos que podían derivar en actitudes cargadas de emoción, pues creían que de allí surgía el instinto de agresión. Así, reunirse con amigos significaba la ejecución, formar un club, ejecución, ir a la iglesia, ejecución, abrazarse, ejecución. Una de las pocas maneras de simular estar rodeado de gente eran los clubes nocturnos llenos de androides, donde uno podía confundirse entre la muchedumbre, embriagarse y pasar las horas esperando no encontrarse a otra persona, pero el hombre de la gabardina negra odiaba eso, porque lo hacía darse cuenta de que estaba completamente solo.

Pidió un whisky. Curiosamente, no era extraño encontrar bebidas tradicionales en aquellos lugares, además de ese licor inmundo que tomaban los androides. Estos, a pesar de no tener un sistema nervioso al cual engañar con alcohol, disfrutaban de disminuir su rendimiento en base a un brebaje incoloro con aroma a aceite, que junto con la música rítmica afectaba de forma sutil y prediseñada a los circuitos encargados del razonamiento. La razón por la cual seguían esta costumbre era desconocida para aquel hombre, que sintió cómo el primer trago le quemaba la garganta y le sacaba un poco el frío.

Algo llamó su atención, un estímulo a medio camino entre una sensación débil y un recuerdo. Mezclado con el olor a humedad pudo distinguir, por unos segundos, el dulce aroma de un perfume como el que usaban las mujeres en tiempos pasados. No podía ser, debía estar confundido, porque aquello significaba inequívocamente la presencia de una mujer allí, dado que los androides, al carecer de un olfato convencional, prescindían de perfumes y colonias. Una mujer, de carne y hueso, en aquel lugar helado y lleno de cuerpos metálicos. Buscó entre la multitud algún gesto, algún movimiento que la delatara entre tantas expresiones prefijadas, y le pareció cruzar por un instante una mirada en la que percibió, por una fracción de segundo, un destello único. No podía ser.

Apartó la mirada tan rápido como pudo. Una de las estrategias más usadas para evitar conversaciones indeseadas era evitar mirar directamente a los ojos a los demás; si bien los androides no necesitaban de dicha conexión para comunicarse, dado que estaban constantemente conectados a través de una conciencia virtual única, tantos años de convivir bajo el dominio humano habían dejado su huella en forma de costumbres que, en seres artificiales, carecían de sentido. Nerviosa, intentó concentrarse en el personaje con cara de idiota que tenía enfrente; un tipo cualquiera, como cualquier otro, que ante la posibilidad de entablar una conversación soltaba una serie programada de datos estúpidos sobre producción mundial de bienes, nuevos modelos de mascotas o la improbabilidad de tormentas eléctricas en los siguientes días. Los androides odiaban las tormentas eléctricas; algo relacionado a grandes descargas eléctricas e interferencias, que no terminaba de entender y realmente no le interesaba, pero que había tenido que escuchar varias veces para no levantar sospechas.

Por el contrario, el hombre con el que habían cruzado miradas durante un segundo sí le resultaba llamativo. Abrigado, recostado contra la barra con un vaso en la mano y gesto sombrío, le recordaba a un amigo que había tenido durante los primeros años de la prohibición de los encuentros entre humanos, cuando aún era posible tener algún tipo de relación en las ciudades pequeñas, donde los controles no eran tan estrictos.

Aquel era un muchacho joven y de rasgos suaves, que siempre intentaba arrancarle alguna sonrisa a pesar de todo; se habían encontrado dos o tres veces en una tienda de insumos humanos e incluso se habían arriesgado a tener un par de encuentros clandestinos, en los que se daban el gusto de mantener conversaciones sobre temas que iban más allá del estado del tiempo y la producción regional de aluminio. Hablaban de la soledad, de la familia y de la esperanza, de lo insignificantes que se sentían cuando contemplaban el cielo nocturno y de lo inmenso que parecía el peligro cuando volvían a posarse en el suelo. Con el tiempo, dejó de verlo. Supuso que en el mejor de los casos lo habían descubierto, si antes no se había suicidado, presa del aislamiento y la locura, como tantos otros.

Este hombre, en cambio, tenía unos cuantos años más que ella y mostraba en el rostro el cansancio de haber resistido tanto tiempo. Durante el instante en el que se miraron, le pareció de alguna manera reconocerse a sí misma, perdida en aquel mar de maniquíes animados. Asustada, entendió que no podía arriesgarse a estar tan cerca de otra persona por más que aquello no fuera necesariamente un delito, así que se sumergió en la masa vibrante hasta llegar al otro extremo del salón, donde se refugió bañada por la luz de la luna. Así se quedó, desorientada por un rato en una marea de emociones y con los ojos empañados, hasta que una voz cercana la sacó de su ensimismamiento.

—Parece que va a nevar —comentó un hombre, con tono medidamente distraído.

—¿En Montevideo? Eso hay que verlo. Lo único que espero, en todo caso, es que no venga acompañada de actividad eléctrica —respondió ella hábilmente.

—Ah, yo espero todo lo contrario —contestó el hombre, decidido—. Si me permite la sinceridad, adoro las tormentas.

Giró sobre sí misma para quedar frente al hombre, que la miraba fijamente con una mueca similar a media sonrisa en el rostro. Aquello era una confesión que nada tenía que ver con el clima, y ambos lo tenían muy claro.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—¿Por qué me gustan? Bueno, no lo tengo muy claro, quizás por el espectáculo de luces, o el estruendo, o la sensación de fragilidad. Creo que es más bien por...

—¿Por qué ahora? —interrumpió—. ¿Por qué acá, rodeados? Es muy peligroso.

—Sinceramente, no tengo idea. Le pido disculpas, realmente no sé en qué estaba pensando.

—No, no, está bien —contestó la muchacha, mientras le dirigía una sonrisa nerviosa a su acompañante—. Por favor, hablemos.

Teniendo cuidado de no tocarse, se acercaron el uno al otro lo suficiente como para escucharse a pesar del ruido incesante de la música, sacudiéndose en sincronía con el resto para pasar desapercibidos. Lentamente, de manera casi instintiva, se alejaron de los ventanales hasta quedar ocultos en la penumbra donde, a los gritos, hablaron como dos viejos amigos que se vuelven a reunir después de muchos años y deben ponerse al día. Se presentaron y cada uno contó su historia, obviando los detalles angustiantes; hablaron de sus vidas antes de la guerra, como si nada hubiera cambiado, de sus aspiraciones y sus sueños.

Enseguida sintió admiración por aquel hombre. Le llamaba mucho la atención, más que lo que decía, todo lo que parecía callar; en su voz se percibía la tensión de quien quiere desahogarse y no encuentra adecuado el momento. Intentó sonreír todo lo que pudo, porque no lograba imaginarse cuándo había sido la última vez que aquel rostro mal afeitado había visto una sonrisa.

Él, en cambio, estaba aterrado; ella era demasiado joven para estar ahí, pero sabía bien que el futuro que le esperaba fuera no era mejor. Su perfume lo invadía y le nublaba el pensamiento de una manera mucho más potente que el whisky, pensó. Además, esa sonrisa... Si no hubiera vivido tanto, si no hubiera sabido que todo lo que podía esperar de la vida era que terminara por capricho del tiempo o de una máquina consciente, hubiera pensado que aquel ser frente a él bien podía ser un ángel.
El perfume, el whisky, la sonrisa, la música, el frío, la música, el perfume, la sonrisa, otra vez el perfume; una sinfonía de estímulos aturdían los sentidos de aquel hombre que, parado frente a un ángel y rodeado de circuitos, no resistió y tomó la mano de la joven. De inmediato, un espasmo se apoderó de su brazo, se le congeló el pecho y se le secó la garganta. Sin soltar la mano de la chica, la miró con una mezcla de vergüenza, culpa y auto-desprecio, pero no pudo pedir disculpas porque ella, sin mediar palabra y en un mismo movimiento, rodeó su cuello con el brazo y le dio un beso de los que ya no existían.

Estaban vivos. No sólo se sentían vivos, en el sentido figurado, sino que aún estaban con vida a pesar de haber cometido un acto que significaba la sentencia de muerte automática. Abrieron los ojos, incrédulos, para comprobar que todo seguía en su lugar; a su alrededor, los androides que se habían sacudido en las mismas descargas rítmicas durante toda la noche no se habían percatado del delito cometido en la seguridad de las sombras. Animados por su audacia, decidieron dirigirse juntos hacia la salida y abandonar la fiesta sin despedirse para así seguir cada uno su camino, conscientes de que no volverían a encontrarse. Atravesando la multitud, llegaron a la salida sin dirigirse una palabra en todo el trayecto, pero con una sonrisa cómplice oculta bajo la máscara de indiferencia y seriedad.

Con los ojos acostumbrados a tanto tiempo en la oscuridad, el destello repentino de las luces al atravesar la puerta los cegó por unos segundos, pero lograron percibir a través del zumbido en sus oídos tapados una voz metálica que se dirigía a ellos. Cuando por fin recuperaron la vista y comprendieron mejor la escena, los dos humanos volvieron a tomarse de las manos con una confianza insultante, ya sin la culpa que los había paralizado dentro del galpón.


El oficial los esperaba hacía varios minutos, desde que concurrió inmediatamente en respuesta a una alerta emitida desde el local, y disparó dos veces sin la menor duda, eliminando de inmediato cualquier amenaza de enfrentamiento. Tras el estruendo, en el suelo, los cuerpos sin vida de dos terribles criminales dejaban su huella en la nieve.

lunes, 7 de marzo de 2016

El salón y el tiempo

La facultad era un edificio antiguo, de esos que habían sido construidos con otro fin y se habían ido adaptando con el correr de los años al ir y venir de los estudiantes. Situado en el centro de la ciudad, conservaba como los demás la esencia de un siglo anterior en los techos altos, puertas anchas y extensos corredores. A pesar de ello, la presencia que aquella construcción imponía en la ciudad durante la primera mitad del siglo ahora se veía disminuida por el deterioro de la fachada, las manchas de humedad en las paredes y el tono opaco que había ido adquiriendo el mármol. Las escaleras anchas y de escalones amplios que habían visto circular a miles de jóvenes, hoy estaban cubiertas por una fina capa de polvo que de vez en cuando se arremolinaba por el pasaje de algún que otro estudiante.

Esteban atravesó la puerta principal tan rápido como pudo y subió las escaleras, aferrado al pasamano y respirando entrecortadamente. Estaba llegando tarde al primer día del curso y eso le molestaba, pero más le molestaba no recordar exactamente en qué salón se dictaba, aunque sí sabía que era en el segundo piso. Llegó, por fin, al corredor iluminado únicamente por la tenue luz natural que llegaba al pasillo, resaltando la nube de polvo que se levantaba cerca de las puertas de madera. Los salones se situaban a ambos lados del corredor, aquellos con numeración par a la derecha, los impares a la izquierda, cinco de cada lado. Esteban creyó recordar que el salón donde se dictaba la clase se ubicaba en el lado izquierdo, así que corrió hasta el primero en el que vio gente y, casi en un único movimiento, abrió la puerta, entró, pidió disculpas y se sentó. Detrás de él, la puerta se cerró.

Nadie prestó atención a su entrada. Al frente de la clase, delante del pizarrón con garabatos ilegibles y manchas de tiza, el profesor daba un discurso en voz baja y tono constante. Esteban lo observó con atención; era un hombre muy anciano, con unos pocos mechones de pelo fino y blanco a la altura de las sienes y el rostro muy ajado, casi tan blanco como el pelo. Permanecía parado frente a la clase, encorvado y con un libro en las manos; daba la impresión de que una corriente de aire lo suficientemente fuerte podía derribar a aquel viejo y dejarlo convertido en arena y polvo en el suelo. Esteban notó que tenía los ojos vidriosos y no parecía pestañear, y que dentro de su monólogo casi ininteligible repetía ideas sobre el tiempo y el espacio, espaciando las palabras pero sin resaltar ninguna.

Convencido de que esa no era su clase, se levantó con cuidado y fue hasta la puerta por la que había entrado, para descubrir que no podía abrirla. Confundido, volteó para pedir ayuda a los demás estudiantes, a los que aún no había prestado atención, y sintió cómo todos los músculos de su cuerpo se contraían coordinados por el horror.

Repartidos por la clase había unos diez estudiantes, hombres y mujeres de diferentes edades, que compartían la característica de aparentar no estar vivos. Recostados sobre sus asientos, todos tenían la piel pálida como quien no ve el sol durante mucho tiempo, la vista perdida hacia adelante y la postura completamente rígida, con la boca semiabierta. Lo único que probaba que aún no estaban muertos era el suave subir y bajar del pecho al respirar y un lento pestañeo, pero ninguno daba indicios de haberse movido en los últimos meses. Esteban, con las manos sudorosas, intentó forzar la puerta pero fue inútil; se acercó lentamente al profesor, el único ser animado además de él, y le pidió por favor que lo dejara salir de ese lugar horrendo.

No hubo respuesta. Desesperado, Esteban tomó con fuerza el brazo del anciano e imploró que lo liberara. Sin abandonar su discurso, el profesor giró levemente la cabeza y clavó su mirada en los ojos del estudiante; en ese instante, Esteban creyó reconocer en los ojos del anciano la misma desesperación que sentía él. Soltó el brazo del hombre y corrió hacia la puerta, embistiéndola con todas sus fuerzas, sin resultado.

— No va a abrir —dijo una voz cansada. Esteban se volteó rápidamente, con el hombro dolorido por el golpe y una terrible sensación de vacío en el estómago, para buscar a quien le hablaba. En una de las sillas cercanas a las ventanas, el menos muerto de sus compañeros se incorporó lentamente, sin voltearse a verlo.

— ¿Cómo que no abre? —fue lo único que alcanzó a responder Esteban, haciendo fuerza para respirar. De todas las cosas que estaban mal, eran imposibles o no tenían sentido en ese lugar, la puerta cerrada era la única que realmente lo desesperaba.

— No, nunca vuelve a abrir. Nos ha pasado a todos, lo siento mucho.

Los ojos hundidos de aquel ser expresaban una pena que, según le pareció a Esteban, no sólo se extendía a su desgracia, sino a la de todos los presentes en la clase. Con un último vestigio de vitalidad y la torpeza propia de una máquina que no se ha encendido en años, el hombre se levantó de su asiento y se dirigió hacia la ventana, absorto en sus pensamientos algodonados. Era un hombre mucho más joven que el profesor, pero evidenciaba de manera muy clara el paso del tiempo a través de su ropa de otra época y la piel amarillenta como el pergamino. Por un momento, Esteban pensó que al pobre hombre le habían sacado toda el agua del cuerpo, hasta dejar esa cosa seca que ahora contemplaba la oscuridad infinita a través de la ventana.

Por primera vez desde que había entrado al salón, Esteban reparó en la oscuridad que había afuera. Con los dientes apretados y un nudo en la garganta, se acercó a la ventana y quiso creer que sus ojos desorbitados lo engañaban, porque sabía bien que no podían ser más de las diez de la mañana. La expresión de terror en su rostro llamó la atención del hombre en la ventana, que con la sombra de una sonrisa producida por una situación embarazosa, le explicó:

— El primer salto es difícil de asimilar, pero uno se termina familiarizando. A la larga, a todos nos lleva más o menos el mismo tiempo, creo. Si es que el tiempo vale algo aquí adentro, claro.

El hombre se mostraba más animado, como si la llegada de un nuevo compañero lo hubiera despertado de su letargo. Se acomodó el pelo con la mano y continuó, con la vista perdida y acariciándose la barbilla, como si buscara reconocerse:

— Me presentaría, pero no recuerdo mi nombre. En todo caso, debe saber que soy el último que ha ingresado a este recinto antes que usted. Tal vez por eso aún soy capaz de hablarle, el resto se ha perdido en sus ideas. Verá, el paso del tiempo es un veneno para la mente y el cuerpo, pero más toxica aún es su detención. Con el tiempo, si me disculpa la ironía, usted comprenderá.

No, Esteban no comprendía nada de lo que el hombre sin nombre decía, pero al mismo tiempo le parecía todo terriblemente real. Era real el zumbido en sus oídos, el corazón que intentaba a cada latido escapar de su pecho y la sequedad de su boca. Sin lugar a dudas, él, el salón y el hombre que de a poco revivía eran reales. Con un hilo de voz quebrada y haciendo el mayor esfuerzo posible por entender, preguntó:

— ¿Dónde estoy?

— No lo sé —respondió el hombre—. He intentado descifrarlo desde que quedé encerrado en este purgatorio, pero la única información que se puede recibir aquí dentro es la que se ve por estas ventanas.

Esteban miró al profesor, parado frente a la clase, dando su monólogo interminable.

— Ese viejo no dice nada útil—se quejó el hombre mientras se refregaba los ojos—. En cambio, por aquí he visto... lugares. Lugares y momentos, indistinguibles en su mayoría. Oh, vamos, guarde un poco de ese asombro, hágalo durar, por su bien.

El joven estudiante contuvo la respiración. Ya no prestaba atención a su compañero, pues fuera del salón, en lugar del paisaje habitual, se encontraba una inmensa y brillante galaxia espiral. Dentro, el ambiente aún era iluminado por la fría luz artificial de los tubos colocados en el techo.

— ¿Dónde estamos? —volvió a preguntar Esteban.

— ¿Cómo saberlo? —contestó el hombre—. Puede ser cualquiera, hay muchas similares.

Esteban no lo había notado, pero dentro de los puños cerrados, tenía las uñas clavadas en la palma de la mano. La luz helada de la galaxia le cubría todo el rostro. Cuando abrió la boca para volver a hablar, sintió la mandíbula acalambrada.

— Esto no puede ser real, deberíamos estar todos muertos, asfixiados, despedazados.

—Oh, lo es, créame. Esto es real, usted y yo estamos aquí, en este momento. Pero ya no estamos vivos, no señor, ni tampoco muertos. Disculpe si sueno críptico, pero lo que le estoy diciendo es todo lo que sé.

Esteban no se detuvo ni un segundo a intentar procesar aquella respuesta. Quería seguir preguntando, hasta conseguir una respuesta que le resultara familiar y lo regresara a una vía de pensamiento más habitual.

— ¿Cómo llegamos hasta acá?

— Verá, amigo, creo que ahí está el truco. Por lo que he podido observar, este recinto, salón si quiere, puede estar en cualquier lugar, en cualquier momento, en cualquier orden. Ningún método de desplazamiento clásico permite eso, ya que para ir de una galaxia a otra, aún a la velocidad más alta posible, demoraríamos varios años. Ni hablar del hecho de viajar en el tiempo a, literalmente, cualquier momento en la vida del Universo. Creo que la única manera de que eso sea posible es que en realidad no nos estemos moviendo, si no que existamos en todo momento, en todo lugar, por fuera de la línea espacio-temporal y que, por lo tanto, el tiempo no transcurra aquí dentro. En otras palabras, sea usted bienvenido a la eternidad.

Esteban soltó una carcajada. Evidentemente, se había caído por la escalera cuando subió corriendo, o quizás finalmente había desarrollado la más profunda locura. Su compañero lo miró con gravedad.

— Yo también me creí loco, lo creí por mucho tiempo —continuó—. Es curioso cómo cambia la percepción que tiene uno de sí mismo y de lo que lo rodea la primera vez que observa... oh, aquí viene. Observe.

Afuera, a una distancia incalculable de la ventana, todas las estrellas, todos los planetas, todo el polvo y las galaxias y la historia, se concentraba en un punto ínfimo, infinitamente brillante. De repente, más rápido de lo que cualquiera podía llegar a percibir, el punto palpitó, se hinchó y estalló en todas direcciones. Esteban, llorando, se dejó caer al suelo. Acababa de contemplar el nacimiento del Universo.

— Había olvidado que se veía tan bien —dijo para sí mismo el hombre sin nombre. Lentamente se acercó a Esteban, que continuaba en el suelo, y lo miró con una mezcla de compasión e impotencia.

— Lo lamento muchísimo —se disculpó—. De verdad lo siento muchísimo. Me gustaría poder explicarle por qué estamos aquí, pero realmente no lo sé. Puedo decirle que es la voluntad de alguien que ha decidido ponernos a prueba y en algún momento nos liberará, o que simplemente han decidido castigarnos, o incluso disfrutar observando nuestro sufrimiento eterno, pero nada de lo que diga estará fundamentado. Ahora, si me disculpa, necesito un tiempo para meditar.

El hombre se dirigió torpemente a su asiento y en unos pocos minutos recuperó su posición inicial, rígida y con la vista hacia el pizarrón. Esteban comprendió que luego de la desesperación, la negación y las dudas sobre la cordura propia, aquella era la etapa final. Se levantó sin ganas, y a pesar de no sentir cansancio, caminó arrastrando los pies hasta una silla en el centro de la clase. Se dejó caer, con la cabeza entre las manos, y se rindió.


De pronto, el sonido de las bisagras opacó el murmullo interminable del profesor. Una joven de pelo enmarañado, con las manos cargadas de libros, entró con prisa y se sentó en el asiento más cercano a la puerta. Esteban levantó la vista y quiso gritar, pero había olvidado cómo hacerlo; la joven se fijó en él, sorprendida, y por un instante cruzaron miradas, hasta que el sonido de la puerta al cerrarse la distrajo.

sábado, 23 de enero de 2016

Los visitantes

Supusimos que era una nave tripulada cuando escapó de la órbita de Júpiter. El primer tramo de trayectoria dentro del Sistema Solar podría haberse confundido con el de un cometa curiosamente inadvertido por los estrictos controles de la NASA, pero el viraje deliberado en dirección a la Tierra había dejado claro que los movimientos del objeto no eran erráticos. Pocas horas después, la nave podía verse en el cielo de todas las ciudades situadas en la cara iluminada del planeta. Llegaron más rápido de lo que esperábamos.

No ha habido contacto. La nave pasó a formar parte del paisaje cotidiano, apareciendo sobre el horizonte poco después del amanecer y surcando el cielo de lado a lado. Acechando, amenazante, para unos; aguardando, paciente, para otros. Los visitantes guardan una actitud pasiva y distante, aun cuando hemos enviado a nuestros representantes en transbordadores con la intención de tener, si es que es un concepto compartido por la especie extraña, una reunión. Su procedencia no es más clara que sus intenciones; a partir de la trayectoria observada se supone que la nave provendría, en la mejor de las aproximaciones, de algún sitio en la constelación de Virgo, a una distancia desconocida y de un planeta no identificado como habitable. Si respondieran algún intento de comunicación... Pero no, no ha habido respuesta en todas estas semanas y es como si todo el silencio del espacio se hubiera esparcido en la Tierra, a la sombra de esa nave imperturbable que sigue al Sol día a día.

¿Hasta qué punto cambia nuestra posición de únicos habitantes en el Universo conocido si no establecemos contacto con ellos? Ya no estamos solos, claro, pero tampoco conocemos a ninguna otra raza inteligente. Sólo podemos suponer que dentro de ese coloso de metal negro, si es que hay alguien ahí dentro, se encuentra una forma de vida cuya historia no tiene, en principio, ningún punto en común con nosotros, salvo por el nacimiento del Universo mismo. ¿Serán humanoides? No tienen por qué. Necesariamente deben estar sometidos a la mismas leyes físicas que nosotros, deben haber vencido la atracción gravitatoria de su planeta para llegar hasta acá, y de alguna manera logran mantenerse a una distancia constante de nuestra superficie. ¿Cómo llegaron? Es demasiada distancia, demasiado tiempo, sin importar de dónde vengan, pero el Universo es el mismo y la velocidad máxima es una sola, ¿o no? Nos debemos estar perdiendo una parte de la historia, una parte gruesa y rebuscada, que probablemente no entenderíamos aunque la tuviéramos escrita frente a nosotros en estos estúpidos diarios que escupen día a día teorías sobre los visitantes.

La contractura en el cuello me hace bajar la vista después de unos minutos; los últimos días no han sido días particularmente buenos para descansar. Se percibe una apatía generalizada, un desinterés propio de quien sabe que el desenlace de la historia está fuera de su alcance, y vaya si lo está. Todos han tirado la toalla y esperan, sentados en su esquina, el veredicto de un juez que quizás ni siquiera esté presente para tomar la decisión. A mi lado, un niño observa el cielo con los ojos bien abiertos.
“¿Son buenos o malos?”, pregunta. No sé si la pregunta va dirigida a mí, ni tampoco estoy seguro de querer contestarla. ¿Son buenos o malos? ¿De acuerdo a quién? ¿Significará algo para ellos? El niño me mira, pero no puedo preguntarle a él, porque aunque yo tenga preguntas, él busca respuestas. Y yo también.

¿Buenos o malos? Camino con la vista perdida en la multitud preocupada. En principio, son aptos. Si llegaron hasta acá, deben haber superado todos los inconvenientes necesarios. ¿Es la teoría de la evolución una ley universal? Tienen que haber progresado, al menos en materia intelectual. Si están acá, pienso, es porque no se han matado a sí mismos, y eso es mucho más de lo que podemos decir acerca de nosotros. Una civilización con la energía suficiente para viajar hasta la Tierra desde una estrella lejana sólo puede haber sobrevivido al suicidio colectivo de dos maneras: evitando la guerra, o ganándola. ¿Cuánta energía tendrán? Tal vez tengan dominio de toda la energía de su sistema planetario; eso los ubica como una civilización del Tipo II en la Escala de Kardashev, la primera de ese tipo que conocemos. Nosotros no llegamos al Tipo I, dominio total de la energía de nuestro propio planeta. Tenemos las de perder.

¿Doctores o generales? Esa es la pregunta. ¿Qué hay dentro de esa nave? ¿Observadores minuciosos que anotan cada detalle a la distancia, o estrategas que planean la manera más eficiente de borrarnos de un plumazo? Una civilización lo suficientemente inteligente para desarrollar el viaje interestelar debería, también, ser tan inteligente como para sobrevivir al exterminio mediante la paz. ¿Las personas inteligentes no se inclinan por la paz, siempre? Deberían saber lo nefasta que es la guerra, más a semejante escala. La única manera de lograr un desarrollo tecnológico capaz que de transportar a un grupo de personas de una galaxia a otra debe ser el acuerdo planetario a favor de la ciencia, sin perder el tiempo (y los fondos) en una carrera armamentista interna. Al fin y al cabo, ¿para qué querrían armas? En una sociedad pacífica, la guerra sería evitada a toda costa, mientras que en una civilización beligerante cuyos adversarios hubieran sido masacrados, sería innecesaria. Todo el esfuerzo de un planeta estaría dedicado a perseguir el bienestar y el desarrollo cultural e intelectual.
¿Dónde está el niño? Tengo la respuesta a su pregunta. Una raza tan avanzada, tan inteligente y tan superior a la mediocridad humana, no puede tener intenciones hostiles. Le resultarían estúpidas, como a las mentes sensatas de nuestro planeta le resulta estúpido que las personas se maten por un pedazo de tierra o algunos párrafos de un libro. Un idiota no puede manejar una nave a través del espacio, en una hazaña propia de nuestra ciencia ficción, con la única intención de matar a un grupo de simios que dejaron de arrastrar los nudillos hace unos pocos millones de años y no han logrado pasar de su propio satélite en cincuenta años de carrera espacial.

Debo encontrar a ese niño. Necesito decirle que esa amenaza que tiene sin dormir a siete mil millones de personas desde hace más de un mes es sólo un grupo de estudio, observadores que deben tomar notas y plantear teorías, como quien observa un camino de hormigas o una placa de Petri al microscopio. Veo al niño cruzando la calle en su bicicleta; su mirada me dice que aún no tiene la respuesta, esa que tengo yo. Camino hacia él con una sonrisa, y creo que él sabe que yo sé que vamos a estar bien, porque al fin y al cabo qué tan grave es ser observados por un montón de extraterrestres con sus túnicas espaciales.

Estoy a siete, seis pasos. Cinco tal vez, cuando comienzo a hablar, pero el niño no escucha. El estruendo es ensordecedor y el cielo, con la nave imperturbable, se enciende en llamas azules y violetas y el suelo, área de estudio o campo de guerra, se separa en millones de pedazos y ya no es más, nunca más.


Doctores o generales, en ese momento, lo mismo da.